Me decidí a no discriminar más a los evangélicos que salen a predicar a la calle y yo misma quise comprobar en terreno la labor de ciento de miles protestantes que salen a predicar el Evangelio de Jesucristo a lo largo de Chile. Lo que comenzó como un pequeño acto sumido por la inseguridad y la vergüenza, pronto se transformó en toda una puesta en escena digna de un premio Oscar.
Por Alondra Barrios.
Cuando me propuse ser evangélica o “hermana” por un día, la idea me dio mucha risa. Entre risa y nervios, mejor dicho. A todas las personas a las que les conté de que yo era capaz de pararme en pleno Valparaíso con Biblia en mano y en vista y paciencia de medio mundo, les despertó la misma reacción mía. “¿De verdad crees que vas a ser capaz?”, fue la pregunta generalizada de mis amigos, familia y novio. Obvio que fui capaz, con toda la timidez del mundo, pero me atreví a hacerlo.
Fui en compañía de tres amigos, de tres personas que se rieron en mi cara cuando les dije lo que iba a hacer. “Oye, ¿y si llegan los pacos?”,me dijo el Eduardo, cuya misión era oficiarlas de reportero gráfico en mi experiencia casi religiosa, como dice una canción de Enrique Iglesias.“Si llegan los pacos…bueno, llamo a mi papá o soy capaz de ponerme a llorar y les confieso todo, jajaja”, le respondí. Pero, que yo sepa, nadie ha sido detenido por hablar en el nombre de Dios, ¿o sí? Planteo que fuésemos a tomar algo por ahí, porque de lo nerviosa que estaba, no me iba a salir ni siquiera un suspiro. Eran las 17:05 y la historia aún no se atrevía a comenzar.
Como táctica para perder la vergüenza, voy camino a un bar en compañía del Eduardo y el Gianca, mi otro compinche inseparable que me ofreció su apoyo y dotes actorales para ser parte del elenco de mi acto de fe. Llegamos y casi me siento como una anciana al ver a tanto joven y señorita vestidos casuales con poleras sueltas y pantalones de colores. Era que no, si yo voy con mi atuendo evangélico: una blusa blanca cubierta por un chaleco negro y una falda del mismo tono. Los zapatos son lo peor, porque son como una especie de alpargatas con tacos, una combinación tan rara como horrible, pero idónea para ser una predicadora junior.
Nos sentamos y pedimos dos litros de cerveza. Tengo ganas de sentir la espuma de la cebada en mi boca para ver si me calmo, porque la única imagen mía que tengo en la mente, es la de estar parada en medio de la calle recibiendo sólo risas de parte de la gente. Tengo que superarlo de alguna forma, así que supongo que bebiendo un poco con mis amigos se me va a pasar. Al rato se suma la cuarta integrante al club del Señor: la Luli, y siendo las 17:52 decido que es tiempo de partir para cumplir mi misión.
Primer paso hacia la transformación
“¿Lo hago o no?” Es la primera pregunta que me hago. De pronto me acuerdo de que soy una futura comunicadora y que el resto de mi vida – o gran parte de ella- voy a dedicarla a interactuar con el resto de la gente, por lo que tengo que armarme de valor y demostrar personalidad. Entonces, entremedio de risas y de unos dolores horribles a los pies producto de esos tacones feos, me paro en pleno Parque Italia, y abro mi libro sagrado. La hora del show había comenzado y en unos instantes más me encontraría gritándole a una veintena de personas.
Risas. De mi boca sólo salen risas y más risas. Es que debe ser que la idea me parecía muy graciosa, porque recuerdo que desde chica me ponía a reír cuando veía a los evangélicos en las afueras de mi casa gritando y pidiéndole clemencia a Dios por sus pecados. Quiero acabar con esa estigmatización poniéndome en el lugar de esas personas y vivir mi propia experiencia, por lo que antes de realizarla, creí que era conveniente hablar con un predicador – pero con uno de verdad- para que me diera una muy buena razón sobre por qué hacen eso y de paso yo dejara de mirarlos como bichos raros.
Fue así que, cuando hablé con Ricardo Flores, pastor de la Iglesia Pentecostal Evangélica de Santa Inés, me dijo que el motivo por la cual él y el resto de sus hermanos y hermanas iban a las calles a predicar la palabra de Dios era “el acercar la presencia del Señor a aquellas hombres que se encuentran sumidos por los vicios de este mundo y por los problemas y las faltas de oportunidades. Eso es lo que hacemos leyendo el Evangelio, porque es ahí donde reside la verdad”.
Es que por lo mismo, un desfile de alcohólicos, drogaditos y delincuentes han sido atraídos por la Iglesia Protestante, la cual convoca a casi el 15% de la población chilena, según el Censo del año 2002, siendo la Quinta Región una de las regiones con más adherentes. En fin, yo no profeso ni un tipo de religión ni ando metida en sectas y esas cosas, pero ¿por qué no experimentar cómo se siente predicar y dejo el humor a un lado aunque sea alguna vez en mi vida? De pronto me vuelvo a encontrar en medio de la calle. ¡Y con una Biblia en mis manos!
Página 411: la clave
Entonces corto de raíz el miedo al ridículo y me dispongo a ser una hermana de tomo y lomo. Con el incondicional apoyo del Gianca como parte del dúo de misioneros, empiezo a profesar mis primeras y titubeantes palabras. Dándome cuenta de que el efecto del alcohol fue en vano, me lanzo con mucha personalidad mientras la gente se pasea de un lado a otro: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, ¡aleluya!”,grito energéticamente, aunque con un poco de inseguridad. Es que si pasa un verdadero evangélico, quedo al descubierto de que soy más falsa que Judas o que soy una principiante dentro del mundo de los mensajeros de Jesús.
Buena señal. No pasa ni medio minuto y un colectivero deja su auto estacionado al frente donde yo estoy y comienza a escuchar las frases que vocifero. La expresión de su cara era una mezcla de desagrado y confusión. Sigo leyendo el capítulo 3 de Juan. La página 441 de mi pequeña Biblia tiene el poder. Atraigo las miradas de más de alguna persona. A menos de tres metros mío hay una pareja de pololos con pinta de metaleros que se ríen cuando me miran y grito que el mundo está lleno de pecados. Se paran de donde estaban sentados, pasan por mi lado y me ofrecen una sonrisa amplia. Reacciones dispares entre estos chiquillos y el señor del colectivo que me sigue observando con su mano en la cintura. Continúo en la misión.
La Luli y el Eduardo están a lo lejos. Si los miro, me río, así que mejor los ignoro y dejo que ellos hagan su tarea: la de tomarme estas fotos que muestran cómo el Espíritu Santo se apodera de mí en cuerpo y alma en una tarde de día Sábado. El Gianca sigue detrás de mí, serio y diciendo aleluya después de cada versículo que reproduzco con mis gritos. La gente pasa y me mira a la cara. Me siento un poco intimidada, ¿por qué no vamos a hacer esto a otro lado?
La esquina del Señor
Independencia con Freire. Me paro en la punta de una calle con mi amigo. El resto a lo lejos en lo suyo. Ninguno se imagina lo que va a pasar más adelante. Vuelvo al mismo capítulo 3 de Juan. No sé por qué siempre leo esa parte, debe ser que tiene garra y las primeras frases“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre” me parecen ideales para comenzar a hablar sobre las miserias de los hombres.
Hay una familia en un auto. Comienzo a gritar, pero esta vez con más seguridad y más fuerte que antes. Ya no se me enredan las palabras, ni tiemblo. Me pongo súper seria y protesto: “Señor, tú que sacrificaste tu vida en la cruz, mira cómo te hemos pagado”. La familia del auto me mira atenta, sin ni una expresión en sus caras más que la de atención. Me muevo de un lado a otro y hablo. Hablo con energía y segura de mis palabras. De pronto se acerca un grupo de gente y ahí dudo si seguir haciendo esto o no. “Vergüenza se tiene para robar, mijita”, me habría dicho mi abuela si supiese de mi hazaña. Mejor sigo interpretando mi papel de devota cristiana.
La reacción de ellos fue lo que más me sorprende: en vez de pasar por la vereda en la que estoy, prefieren caminar por la vía automovilística. Algunos de ellos, una niña y dos tipos se dan vuelta y me quedan mirando. ¿Qué pensarán de mí? Seguramente lo mismo yo pensaba de los evangélicos hasta antes de hacer esto: de que parezco loca o algo así. Incluso llego a pensar que me están molestando cuando vuelven a pasar y de nuevo lo hacen por la misma ruta. La gente del auto ya no me mira y siguen en lo suyo. Siento que necesito un descanso y le doy el pase al Gianca para que hable. Me quiere matar con la mirada.
Desde atrás ya comienzo a meterme por completo en el personaje. Comienzo a sentirme como hermana y me molesta un poco que la gente me mire raro o que se ría de mí, si lo que yo hago es en serio. El Gianca termina de hablar. La verdad es que no escuché nada de lo que dijo, porque aún sigo muy ensimismada y tengo la mente en blanco. Me acerco a él y le digo que vayamos por otro lugar, al último y porque ahora sí que me atrevía a tirar toda la carne a la parrilla.
Catarsis cristiana
El destino final: Independencia con Rodríguez. El sol está fuertísimo y me muero de de calor. Ahora ya no me da risa y el discurso ya lo tengo bien memorizado. De nuevo recurro a Juan: “Mirad cuál amor nos ha traído el Padre, ¡aleluya! (…) Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley”. Esta vez es con más ánimo y pasión. Me siento evangélica. Agito las manos y estoy muy confiada en lo que hago y digo. La gente ya no me intimida y nada me da risa, aunque las miradas no se apartande mí. Al frente de la esquina en la que estoy, hay un tipo que me mira con los brazos cruzados y sigue cada una de mis alabanzas.
Me acuerdo de lo que había hablado con el pastor Ricardo y me hago pasar por una ex alcohólica rehabilitada por obra y gracia del Evangelio. Digo que gracias a la palabra de Dios había encontrado el camino correcto. “El Señor es grande, el Señor es magnífico”, grito a todo pulmón, y esta vez levanto los brazos y cierro los ojos. No tengo idea qué es lo que sucede con el resto de la gente. Yo sólo siento que de verdad el personaje se apodera de mí. Ya siento miedo a hacer el ridículo, ni me importan las caras ni las reacciones de los demás.
A eso de las 18:43 el objetivo está cumplido. Más de 30 minutos de predicación exhaustiva a costa del dolor en mis pies por esos famosos y molestos zapatos y de las expresiones de las personas, hacen que, aunque sea por una vez, entienda el peso que los evangélicos le atribuyen a la predicación. Me doy cuenta de que la gente tiende a ignorar y a reírse de los predicadores, aunque una parte muy reducida pone realmente atención a las cosas que se dicen.
En mi caso, siento que lo he hecho muy bien y que no le hice mal a nadie gritando en pleno centro de Valparaíso sobre los pecados y el amor al prójimo. La verdad es que hay que tener harta personalidad para hacer eso y asumir que serás tildado de loco y de molestoso. La moraleja de esta experiencia es la de no volver a reírme de las personas que demuestran su fe en lo que creen mediante sus formas de expresión como la predicación de las calles, aunque también aprendí que debo ir preparada y usar un par pantis para que el frío de la tarde no me cale entre las piernas, porque aún no sé cómo esas niñas evangélicas que acostumbran a usar falda no se enferman, porque lo que es yo, ahora no dejo de sonarme toser luego de mi experiencia como mensajera del Señor. Amén a los pantalones mejor será.
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