\ Escrito el 15/05/2011 \ por \ en Artículos \ con 1564 Visitas

Buenos días mi cabo

Hay que tener corazón pa’ entrenzarse con los tololos, siendo chiporra y más encima de ojos verdes y con las tetas blancas. Cabrita, aquí cuando tení un familiar que tá encanao hay que pegarse los coletos si querí algo, hay que tener sangre pato y tení que saludar a estos machucaos, así mira: Buenos días mi cabo.

Por Daniela Marín.

Eran como las 6:30 de la mañana cuando vi a la primera persona llegar a la cárcel. Una mujer ya adulta, morena y con el pelo mojado se instaló cerca del portón de entrada con un par de cajas con confites y un canastito de mimbre que tenía un letrero que decía pan amasao con chicharrones. Debo reconocer que en un primer momento me quedé en blanco y no supe cómo acercarme para contarle mis intenciones de vivir la experiencia de ser una visita sin tener ningún familiar ni conocido dentro de la prisión.

Después de darme varias vueltas, llegué a la escalera que daba a la entrada del recinto penitenciario donde justamente la mujer se encontraba con su pequeña hija que le ayuda a poner sus productos en orden para la venta del día. Ambas se veían cansadas y un poco dormidas. Al verme la madre, me dio una sonrisa y me preguntó si quería un cigarro. Y a pesar de que había decidido dejarlo para siempre, le acepté agradecidamente un belmont. A final de cuentas no hacen tan mal, pensé, ya que por lo menos es una buena excusa para acercarse a las personas.

Así fue como gracias al tabaco empezamos a conversar, me contó que llevaba más de cinco años vendiendo pan amasado en las afueras de la Cárcel de Alta Seguridad de Valparaíso para mantener a sus hijos y estar más cerca de su peor es ná que se encuentra actualmente tras las rejas por robo. También, me hizo saber que era la encargada de los números, un sistema de control de orden de llegada que han creado los mismos familiares de los internos. Al escucharla, me dio la impresión que sentía cierto orgullo de ocupar dicho cargo y que sabía muy bien cómo hacer su trabajo. Estuvimos las tres solas por más de una hora, sólo junto a la compañía de los gendarmes que nos miraban de vez en cuando desde las torres de vigilancia.

Poco a poco comenzó a llegar más gente, unos venían a vender y otros a ver a sus familiares o conocidos. El horario de visita era desde las 10 de la mañana hasta las 12 y aunque faltaban aún más de 3 horas para que abrieran las puertas, ya habíamos más de 40 personas esperando. Mientras todos se anotaban con mi nueva amiga, algunos se compraban un té o un café para pasar el frío y otros se paseaban por las afueras del recinto para entrar un poco en calor.

Y a medida que se iba desocupando, la Chuí me comentaba que no podía ver a su marido porque la habían sorprendido tratando de pasar un celular para su “negro”. Es por eso que estaba un poco triste, de hecho, me confesó que le daba una suerte de envidia ver a las demás mujeres con sus hijos esperando poder entrar a ver a sus maridos. Y, precisamente, en ese momento me dí cuenta, mirando a mi alrededor, que la mayoría de las que estábamos ahí éramos mujeres. No habían muchos hombres, exceptuando los niños que venían junto a sus madres que por lo demás, eran bastantes.

Ya cuando comenzaba a hacer un poco de calor, como a las 9:00 am un gendarme abrió una ventanilla cerca de la puerta de entrada para comenzar el proceso de enrolamiento de visitas, un sistema de identificación en donde los nuevos deben registrarse.

– Ya, fórmense todos, ya saben las reglas, todos los menores deben traer el permiso de la madre ante notario y los que se tienen que enrolar hagan la cortita que estamos trabajando sólo dos personas hoy en la ventanilla, dijo un guardia. Afortunadamente yo llevaba mi carné y unas bolsas que daban la impresión que llevaba comida para hacer notar que realmente tenía a alguien a quien visitar, así que comencé a hacer la fila. Pero, luego me dí cuenta que todas decían un número al registrarse, entonces noté que lo que me faltaba para poder entrar, era el número de módulo de la persona que iba a ver.

Como no lo tenía, decidí volver donde estaba la Chuí instalada vendiendo sus cosas, le conté que no tenía a nadie y que quería entrar porque tenía la curiosidad de saber cómo era la experiencia de estar allá adentro. Entonces, le pregunté si quería mandarle algo conmigo a su marido, que me diera el módulo y algún paquetito con comida o cosas de aseo útiles que pudiera usar tras las rejas. Su cara de felicidad me hizo sentir más tranquila, en un principio pensé que se iba a molestar y que a lo mejor se pudo haber sentido engañada. Pero, no fue así, ahí mismo mientras gritaba el rico pan amasado, me preparó tres sándwiches con queso y mortadela.

– Gracias guachita, dile al negro que erí mi amiga y que pronto nos vamos a ver, apúrate el módulo es el 108 y tení que decir José Luis Cabrera Pincheira.

A medida que la fila iba avanzando, ya quedaban dos personas antes que yo para enrolarse y mi estómago comenzaba a revolverse de nervios, pero al ver nuevamente la cara de la Chuí mirándome desde su puesto saludándome con unos ojos llenos de alegría, me volvió el alma al cuerpo y me sentí un poco más tranquila.

Cuando llegó mi turno, una gendarme me pidió la cédula de identidad y me sacó tres fotos, una hacia la izquierda, otra hacia el frente y otra hacia la derecha. Luego escribió mis datos en un cuaderno, me preguntó el nombre de la persona que iba a visitar y me entregó una ficha roja con el 108.

Ya cuando estaba adentro, me tuve que dirigir hacia un edificio a cien metros de la ventanilla. Ahí en ese trayecto, cuando ya muchas estábamos adentro, seguí a todas las mujeres que corrían de la mano con sus hijos llenas de bolsas y mochilas.

– Apúrate, Seba, vamo’ a ver al papi, le decía una joven embarazada a su pequeño hijo que apenas caminaba.

Al llegar a la otra edificación, se notaba que todos estaban muy ansiosos de poder pasar y disfrutar de las 2 horas completas de visita, ya que íbamos a ser los primeros en pasar. Y mientras esperábamos a que abrieran las puertas de aquel lado de la cárcel, algunas mujeres hablaban entre ellas. Por ahí escuchaba que algunas venían de Los Andes, que tomaron el bus para Valparaíso en la madrugada y que estaban deseosas por ver a sus familiares. Otras contaban que hace tiempo que no venían y que era la primera vez que traían a sus hijos.

El sol poco a poco se asomaba con más intensidad, pasaban los minutos y las puertas no se abrían, la gente comenzaba a apoyarse en las paredes y los niños se quedaban dormidos. De repente una joven se acerca a la puerta cerrada y golpea fuertemente, exigiendo a gendarmería que respeten las horas de visita, dado que ya eran las 10.30 am y aún no podían pasar ni siquiera a revisarse, pero al parecer nadie escuchó del otro lado.

– ¡Querimos entrar…Querimos entrar…Querimos entrar!

A medida que llegaba más gente a la fila, comenzó a formarse una atmósfera de desesperación en donde todos se quejaban, gritaban, silbaban y golpeaban hasta con patadas las puertas. Luego, conversando con algunas me enteré que no podíamos entrar porque habían desaparecido los computadores ayer por la noche y que no había sistema para continuar el registro y revisión de las visitas.

– Sshhh si gendarmería es ma viá que los de aentro, si esos se las saen por libro, se hacen la América robando y vendiendo weas aquí mismo. – Si, estos giles andan puro sapiando pa´ ver si salta la liebre y se encuentran algo de valor pa requizal

– Estoy más que segura que estos se los robaron de aonde iban a salir los internos si tan toos enjaulaos, la firme toy segura que estos fueron los vio.

Ya cuando eran las 11.30 am la gente estaba muy inquieta, todos estaban enojados y enfurecidos que de tanta impotencia ya algunos las lágrimas no se las aguantaban. Finalmente, después de una larga e insostenible espera, un gendarme se asomó. Con una postura rígida y un rostro contraído, se paró en frente y nos hizo pasar una por una, quedándose con las fichas.

– ¡A la horita que abren! Se atrevió a gritar una mujer desde el fondo. – Si po mi cabo, tamo esperando hace rato ya, dijo otra – Qué si todavía es temprano quedan 15 minutos para que se acaben las visitas ¿Con eso nos les basta para ver a sus angelitos? Respondía irónicamente el guardia.

Una vez adentro del edificio, para poder pasar nuestras bolsas con comida, tuvimos que dejarlas en un mesón en donde estaban dos gendarmes revisando. Mientras cada mujer dejaba sus cosas, ambos funcionarios tomaban los alimentos y los destrozaban con descaro.

Algunas madres les suplicaban que no arruinaran las cosas que habían preparado y obtenido con tanto sacrificio.

– Por favor mi cabo, no sea malo, si llevo unos tallarines y un arrocito, por favor mi cabo no me lo muela más, le rogaba una anciana.

– Señora el procedimiento es así, y miré miré, miré como lo muelo, se burlaba insolentemente el funcionario.

Cuando me tocó el turno de mostrar las bolsas, el joven me miraba fijamente mientras las abría y las ojeaba.

– ¿Y usted qué lleva? , me preguntó – Mm ná mi cabo… tres hallullas con mortadela y queso, respondí

Luego de haber pasado por la revisión de bolsas, miré el reloj y quedaban 10 minutos para que se acabaran las visitas. Seguí rápidamente a la gente que se dirigía a otro lugar en donde hombres y mujeres se separaban en dos cuartos para ser revisados completamente.

A la sala pasamos cuatro mujeres primero, algunas con sus hijos, ahí nos hicieron sacar toda nuestra ropa y demostrarle a la gendarme que no llevábamos nada sospechoso. Dándose vueltas de un rincón a otro, la funcionaria nos miraba desconfiadamente a todas.

– Tú, me apunta, a ver muéstrame tu sostén ¿Erí nuevita? – No, respondí – Ya váyanse, nos dijo riéndose. Al salir de la sala fui a buscar mis bolsas y subí corriendo las escaleras para llegar finalmente a la meta de mi sufrida peregrinación, el lugar donde estaba el negro. Tras pasar un millón de barreras, finalmente llegué a un pasillo en donde habían muchos gendarmes haciendo guardia, ahí pregunté donde estaba el módulo 108 y ellos mismos me dirigieron, curiosamente de una forma amable.

Mientras caminaba por el patio, buscando al marido de la Chuí, veía que en los demás edificios desde las celdas muchos internos me saludaban con una polera o toalla en sus manos.

– ¿Cómo se llama su interno? – Cabrera Pincheira – Ya pase, por ese pasillo al fondo

No sabía qué hacer, no conocía al negro, no podía identificarlo. Por lo tanto, no me quedó otra opción que gritar su nombre.

– ¡José, José Luis Cabrera Pincheira!

De repente tras la oscuridad veo a un hombre gigante y moreno que se asomaba, era el negro. Lo saludé y me presenté como amiga de la Chuí, sus ojos le brillaban de felicidad, ya que me contaba que hace más de cuatro meses que nadie lo había ido a ver. Al parecer no se veía un hombre con mal aspecto ni violento, ni peligroso, estaba bien vestido y muy limpio. Compartimos con agrado un mate amargo, en tanto, me contaba de unos muebles que estaba haciendo y de unos barquitos de madera que le iba a regalar a sus hijos esta navidad.

Suena el timbre del fin de la visita y no me queda más que despedirme y entregarle los tres panes con mortadela que le había preparado su mujer.

– Dile a mi perrita que la quiero mucho, me pide con nostalgia – Ya a desalojar, quien no se apura no viene pa’ la otra, dice un funcionario – No se preocupe mi cabo ya me voy, que tenga buen día.

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