Por María de los Angeles Arancibia Salinas.- Abrir los ojos. Parpadear. Cerrar y abrirlos lentamente de nuevo. Nada. Nada más que luces y sombras. El departamento que conozco como la palma de mi mano, en el que vivo desde hace 20 años, se transformó en un lugar lleno de inseguridades y miedos.
Perder la vista o simplemente nacer ciego es una de las cosas que a veces pienso antes de dormir. Hace unos meses, me lo cuestioné más de lo normal cuando conocí a Erika, una comerciante ambulante no vidente, que me dio una entrevista para un perfil. Su vida me impresionó de sobremanera porque podía cocinar, salir a pasear e incluso, subirse a una micro sin ver absolutamente nada.
Me planteé vivir como una persona en situación de discapacidad visual durante un día. Compré una caja de parches oculares y me conseguí con la municipalidad un bastón guía. Llamé a mi amiga Valentina porque sería ella la encargada de que yo no tuviera un accidente.
El jueves, cuando tenía todo listo, incluyendo mi ropa, billetera, lentes, bastón y mis zapatos, me fui a dormir con los parches. Cerré los ojos y como es de costumbre, me entregué a Morfeo. Cuando desperté el viernes en la mañana la sensación de vacío era inexplicable.
Bañarme sería el primer desafío del día. Tomé mi ropa que había dejado estratégicamente al lado de mi cama y me fui al baño. El bastón me ayudó bastante para caminar los pocos metros que mide mi departamento. Abrí el agua de la ducha y entré. Palpar las cosas era la única forma de encontrarlas. Cuando terminé no pude volver a poner la regadera en su lugar. Estar desnuda intentando una y otra vez me hizo sentir pequeña y humillada.
Vestirse fue sentir las cosas. Las etiquetas fueron mi guía para ponerme desde mi ropa interior hasta mi chaleco. Tuve que, cautelosamente, tocar los calcetines para que el talón calzara perfectamente en ellos. Ponerme mis zapatos no fue tan complicado, lo difícil fue que me costó tres intentos amarrarlos.
La acción más básica y común se transformó en un completo desafío. Tomar desayuno para una persona que puede ver es demasiado fácil, pero para un ciego no lo es. Tocar los muebles hasta llegar al refrigerador y encontrar un yogurt. Entre codazos y golpes en mis caderas, llegué hasta el cajón de los cubiertos y volví a la mesa. Nunca supe si comí algo que ya había vencido. Me sentí tan tonta, sí, tonta e inútil cuando hice el primer intento y la cuchara estaba al revés. Sin embargo, eso no fue lo peor.
Para mí nunca fue difícil hacer una palta. Lo que normalmente me toma dos minutos, me costó quince. Sin la ayuda de mi hermano, lo más probable, es que haya comido más cáscara. Entre su risa ahogué un poco la pena que tuve. Dependía de él en un cien por ciento.
Sin mi celular el día pasó más lento. Caminaba de mi pieza al living y viceversa. Escuchaba la tv a lo lejos, intentando imaginarme lo que sucedía. Aburrida veía solo el negro del techo hasta que mi hermano me avisó que el almuerzo estaba listo. Volví a ser una niña pequeña cuando no pude cortar un trozo de pollo sin botar comida del plato. Otra vez volví a depender de él.
FUERA DE CASA
Después de comer llegó mi amiga. Guardé las cosas en mi mochila y salí. Bajar desde un tercer piso fue horrible. Sentía que caía al vacío entre los escalones. Por más que estudié los siete peldaños que tiene cada una de las escaleras, fue agobiante no ver dónde estaba pisando.
Al salir de los edificios debía tomar locomoción. Mi amiga hizo parar la micro y de la mano me ayudó a subir. Me sentó en los asientos preferenciales. Nadie me criticó por sentarme allí. Ninguna señora me dijo que yo era joven y que diera el asiento. Cuando llegué al centro de Viña y me quise bajar, sentí la sensación de vacío nuevamente. La distancia de los escalones fue como lanzarme de un avión a la nada.
Caminar en la calle no fue tan complicado. Mis oídos eran mi guía hasta que llegué al supermercado. Supongo que a las personas ciegas se les agudiza su capacidad auditiva porque realmente es de gran ayuda.
Caos. Sonidos por todos lados. -¡Cuidado!- me dijo la Vale. Un carro pasó por al lado. Cajas, bolsas, risas, pasos y ruido. Colapsé. No pude. Tomé fuerte la mano de mi amiga para entrar. Solo debía comprar jugo y cereal. Nada difícil.
-Camina derecho, ahora gira a la izquierda- me decía la única voz que conocía. Sin embargo, sentía que caminaba en zigzag. No sabía dónde estaba. Tuve miedo. El sonido de los carros me agobiaba más. Quería sacarme los parches. Lo necesitaba. La gente, según la Vale, se corría, movía sus cosas o paraba para que yo pudiese pasar.
Al fin en la fila para pagar. Saqué mi billetera y conté los billetes. Se los pasé al joven de la caja y él, cuidadosamente, me entregó el vuelto. Necesitaba descansar después del estrés al que me expuse. Mientras iba caminando, una pareja me dio su lugar en los asientos afuera del Líder.
Quería irme, sacar los parches de mis ojos y volver a mi vida normal. Tenía que volver a subirme a una micro y a esa hora sería todo peor. Me sentía tan inútil y tan torpe. Mis pasos cada vez se hacían más lentos y temblorosos. Quería gritar y que el mundo se detuviera. Llegamos al paradero y subí. Gracias a la comprensión de la gente, me pude sentar.
Cuando llegue a mi departamento, me sentí insegura. Tenía ganas de llorar y no pude más. Me quité los parches a las siete de la tarde. No logré las 24 horas. Qué rabia y qué pena.
No puedo describir cuán sola y torpe me sentí. No sé cómo Erika puede ser feliz en medio de la oscuridad. Esto me sitúa en la línea sensible de la melancolía en la que doy gracias por ver. Esta experiencia me cambió totalmente. Transformó mi indiferencia en orgullo y admiración.
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