\ Escrito el 10/05/2011 \ por \ en Artículos \ con 1449 Visitas

Cuando el sueño se convierte en pesadilla

La mayoría de las adolescentes soñamos con formar una familia…tener una casa…Pero ¿A ver? Mentira, el test marca positivo ¡Ups! Creo que he metido la pata.

Por Daniela Madero.

O al menos, lo fue así por un día. Todo partió cuando decidí que el tema de mi gonzo sería experimentar un embarazo adolescente, así que comencé a recolectar piezas de lo que acabó siendo un extraño uniforme escolar que, podría decirse, tenía prendas de tres o cuatro colegios distintos. Una vez elaborada esta parte de mi disfraz no fue difícil armar el resto, un cojín a modo de la típica guatita de embarazada y una faja para mantenerlo todo unido a mi cuerpo, después de todo la cosa tenía que verse creíble.

Debo decir, que mi primera impresión al ver cómo me veía me dio muchísima risa, obvio: No siempre se ve una así. Pero que se le va a hacer. Tenía que cumplir con mi objetivo, o sea, el ver cómo reaccionaba la gente al ver a una escolar embarazada caminando desenfadadamente entre ellos.

Ya. Me lancé a la calle. La gente me mira mucho cuando salgo, no sé si será que me veo muy chistosa o porque les impacta ver a una niña en este estado. Me dirijo al supermercado, esperando que ningún conocido me vea y no tenga que responder incómodas preguntas. Para mi suerte, no me encuentro con nadie. No puedo evitar suspirar de alivio de que al menos una parte mi trayecto no me esté dando problemas.

¡Uf! Esta guata, aunque es falsa me da muchísimo problemas. ¡Si ni siquiera puedo abrocharme los zapatos sin que me moleste! Entro al súper, una pareja de abuelitos me mira con cara de espanto y se aleja de mí en un pasillo. Raro. Pero explicable, seguramente pensarán que en su época los jóvenes no hacían estas cosas.

Tengo mucho calor, el día está soleado y asqueroso y yo no sé qué hacer para evitar que mi disfraz me dé esta incomodidad. Me dirijo al pasillo de las bebidas, una señora bajita me pide ayuda para sacar unas cosas de los estantes superiores, pero me doy vuelta mira mi vientre hinchado y se retracta, “por su estado”, me dice, así que además de estar acalorada ahora no puedo cosas simples. La señora se me queda hablando un rato, me pregunta cosas triviales, que cuántos meses tengo, que si es niño o niña (“seguramente niño, por la forma de la guata”, me dice) y me desea buena suerte.

Saco una coca-cola zero del aparador y me dirijo a la caja, pero al llegar me doy cuenta de que me olvidé de llevar salsa y debo volver a recorrer pasillos que no conozco. Al volver, me doy cuenta de que las cajas están llenas. Qué lata. Me fijo a ver si pillo una caja de preferencia futura mamá, pero no hay. Aun así, un señor se da cuenta de mi estado y me cede su puesto ¡Buena onda! Parece que el día va a ser mejor.

O no. Andar así, en el centro de Viña del Mar al menos, es una tarea dificilísima. La gente, que en el supermercado fue amable y no tan metida en el centro te mira de manera rarísima. Una señora me lanza un “a su edad”, que yo interpreto como un a su edad yo no tenía relaciones ¡JA! Por favor, por la cara que tiene no le creería mucho.

Para mi peor augurio, me encuentro con una amiga del colegio. Su cara no puede reflejar más espanto. Y no la culpo, porque de partida, tengo una guata kilométrica y estoy vestida de escolar, cosa que CLARAMENTE sorprendería hasta a mis papás, que saben que esto es por un trabajo. Rápidamente le explico a mi amiga que no, no estoy embarazada y que si estoy así es por una nota de un ramo. Nos reímos muchísimo del tema que elegí y me pregunta si quiero que me acompañe. Como ya me aburrí de estar caminando sola y de ver abuelitos o gente mayor que me mira feo le digo que me acompañe a Falabella, a la sección de bebés.

Una vez que estás aquí es imposible (LO JURO), no enamorarte de la ropita…¡Es tan pequeña! Creo que nadie puede explicarse cómo una persona y no un juguete cabe ahí. Se me acerca una vendedora, preguntándome si necesito ayuda con algo, qué cosas busco. Mira mi vientre y comienza, nuevamente una ronda de preguntas.

“¿Qué nombre te gusta?” Me dice la encargada, de una manera que es tan amable que me incomoda un poco. “Vicente”, lanzo en un murmullo y ella me dice ¡ah, qué bonito!, pero no sé si eso sea tan cierto como ella me lo quiere demostrar. Me río, algo inevitable en una situación como ésta. Los ánimos se calman, me pregunta en qué curso estoy (lógicamente por el uniforme) y le digo que en cuarto medio, que estoy dando pruebas atrasadas por complicaciones que tuve con mi embarazo.

Me lanza una mirada de compasión (obvio, le inventé una historia buenísima) y me dice que ella fue mamá a los 18. Me pregunta mi edad, le digo que tengo 18 también, que repetí tercero medio por mis notas.

“¿Cómo te llevas con tus papás?” Es la siguiente pregunta que me hace, no me queda más que decirle que buena, que al principio estaban muy enojados, pero que pasó el tiempo y ahora están tan o más nerviosos que yo, porque me queda sólo un mes de embarazo si todo sale como se espera.

“Típico”, me dice. Yo no entiendo y le pregunto que qué es eso tan común. “Siempre pasa así, los papás de una se enojan. Qué bueno que los tuyos ya están mejor”. Seguimos viendo ropa de guagua y comienza a entusiasmarme la idea de comprar algo, total, tengo una amiga del colegio que está esperando un bebé, así que no sería una pérdida de plata y la pobre vendedora no habría perdido su tiempo en mí (por si hay dudas, compré un pilucho y unos calcetincitos blancos, porque con dos meses de gestación, mi amiga no tiene idea de qué será ese renacuajo que está acarreando).

Me despido de la vendedora buena onda y continúo caminando con mi amiga por calle Valparaíso, conversando de cosas triviales, como el porqué se me ocurre hacer este tipo de cosas, cuando se le ocurre que sería rico si nos tomamos un helado, así que partimos al Bravísimo que queda cerca del casino, por calle San Martín.

La niña que atiende me mira y se ríe, y yo no sé si porque me veo vieja para andar con uniforme, por la gran guata que llevo o qué se yo en verdad, pero me incomoda, así que le pido rápidamente un cono de dos sabores. “Tengo que comer por dos ahora”, le digo a mi amiga y nos reímos. Típico de embarazada, que ahora que puede comer, vaya que lo hace. Es casi como si nunca no lo hubieran hecho y se les ocurren las cosas más locas (dato freak: Una vez mi hermana se comió sola un pollo asado…Siendo sincera, no sé si fue por embarazo o por simple glotonería, pero ella le echó la culpa a mi sobrino).

Salimos del local. Mi amiga me dice que camine más lento, porque si no se va a cachar que no estoy embarazá, así que le hago caso y camino a paso leeeeeento, como si la vida se me fuera en eso…Como si no tuviera responsabilidades…Me meto en mi mundo imaginario y no despierto hasta que mi amiga me grita, porque no la estoy pescando. La verdad, no tengo idea del rollo que lleva cuadras contándome, así que ¡ups! Pillada  in fraganti.

Vamos a la playa y nos sentamos en la arena, cerca de nosotros hay una familia con sus bebés, un niño de unos…cinco…sí…como cinco o seis años y una niña como de siete que lo persigue.

El pequeño se nos acerca (no tuvo que caminar mucho, la verdad estábamos muy cerca)  para mostrarnos una conchita de mar que había recogido. No puedo evitar pensar que el bebé es bien bonito, nada del otro mundo, pero ¿Qué niño chico no es lindo? Además, se nos acercó para conversar, lo que lo hace más tierno aún.

Se hace tarde. Me levanto a duras penas por el cojín que tengo pegado a mí, maldiciendo la hora en la que se ocurrió hacer esto para mi gonzo. Odio esta guata, no me imagino como las embarazadas soportan una tortura así. Bueno, asumo que es porque ellas en verdad están acarreando algo, algo pequeñito que es parte de su ser. No como yo que llevo un cojín doblado para que se vea más voluminoso, me río. Inevitable luego de un día como éste.

Me despido de mi amiga. Mientras camino al paradero me imagino como muchas jóvenes están en la condición que represento, pero que en su caso es algo permanente, porque ellas (a diferencia de mi), no van a llegar a sus casas y terminar con su disfraz, no van a tener (ni tienen) la opción de este parto imaginario. No van sonreír y decir: “Dios, que entretenida jugarreta, pero al fin se acabó el día”. Para ellas, el día no termina al llegar a casa, puesto que incluso después del parto tienen la obligación de criar, educar y amar, al ser que procrearon.

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