El terremoto en la Primera Región botó casas y edificios, provocó pánico en la población y aplastó en menos de un minuto una Región que sabía que esto vendría, pero no sabía cuándo. Miles perdieron sus casas, cientos resultaron heridos y ya hay casi una docena de muertos.
Carlos Carvajal miró justo en el momento cuando, entre dientes, con cada vello en la piel, sintió que comenzaba, que era ahora. Puso una mano entre sus ojos y el Sol de Iquique, y miró al noreste, sabiendo que nada había ahí, pero seguro de que, en cierta forma, algo sí había. De pronto, anticipando su propio pensamiento, imaginó que (no sabía por qué), a 115 kilómetros de distancia, pequeños relámpagos azules salían del centro de la Tierra, centellaban como una tormenta seca, en medio del desierto. Entonces supo. Miró su reloj: 18:44 en punto. Menos de un segundo después, oyó un ruido, como una ola que se acercaba a toda velocidad. El suelo vibró a sus pies. Contuvo el aliento. El terremoto comenzaba.
En su vieja cama, aún abrazada a su marido de tantos años, Adela Castro se levantaba de su siesta vespertina. Con cuidado sacó sus brazos del cansado cuerpo de Sergio Véliz, al cual como siempre le costaba mucho despertar. Adela sonrió y le corrió el pelo de sus ojos, respirando tranquila al verlo tan feliz. Se puso una bata algo desteñida, y se acercó a la ventana. Miró el desierto frente a ella, el paisaje de Pozo Almonte que le era tan familiar.
Pozo Almonte, conocida también como “Comuna del futuro”, fue desde 1875 una de las principales proveedoras de agua, servicios y municiones a las salitreras de Santiago Humberstone y Santa Laura. Su nombre viene del apellido de una rica familia de Pica, que por aquella época poseía tierras y un pozo en la zona. Con la invención del salitre sintético durante la Primera Guerra Mundial, Pozo Almonte y otras ciudades de la Región de Tarapacá fueron olvidadas, dejadas a acumular polvo. A poco camino se encuentran los geoglifos de Pintados, gigantescas figuras de animales y hombres creadas hace más de 900 años por poblaciones precolombinas. Tanto las salitreras como Pozo Almonte postulan hoy para ser Patrimonio de la Humanidad, aunque no han tenido gran respuesta.
Esa tarde en particular, el Sol parecía pegar más que nunca sobre la ciudad, y Adela sentía el aire seco, estancado. Había mucho silencio. Se volvió a mirar a Sergio, pero, esta vez, se preocupó, pues lo vio agitado, se movía demasiado entre las sabanas, parecía tiritar de frío. Se lanzó hacia él, a tomarle la temperatura. Al tocar la cama, notó que el gastado colchón temblaba aún más. Apoyó los pies fuertemente en el suelo. Su corazón saltó nervioso. La casa entera, de adobe, comenzó a vibrar, las ventanas se sacudían y al hacerlo creaban un sonido extraño, como de metralletas, y parecía que amenazaran con quebrarse y explotar en pedazos sobre la pareja. Adela intentó despertar a Véliz, lo movía aún más por los hombros, tratando de hacerlo reaccionar. «¡Despierta, amor, despierta!» le gritaba, mientras veía que el techo daba señales de querer ceder, de no poder contener la oscilación. Asustada, pensó en salir a la calle, protegerse al menos ella y dejar a su esposo ahí, a su suerte. Sin embargo, luego de un segundo de duda, lo agarró más decidida y lo empujó con todas sus fuerzas.
Mientras tanto, en el edificio de la Onemi, en Iquique, Carmen Fernández, directora de Protección Civil, no podía dar crédito a lo que veía: la aguja del sismógrafo se volvía loca, marcaba una increíble magnitud de alrededor de 7 grados en la escala de Richter, y aunque trataba como podía de mantenerse en pie para correr hacia el marco de la puerta, no pudo evitar pensar en otra escala, la de Mercalli, que con solo una mirada rápida por la ventana pudo medir.
La Escala Mercalli, a diferencia de la Escala Richter, no mide la fuerza física del sismo, sino el efecto que éste tiene sobre los edificios, las calles y cómo las personas pueden sentir el impacto que lleva la onda. Fue creada en 1906 por el sismólogo italiano Giuseppe Mercalli, y se expresa en números romanos, que van del I al XII, e indican, en forma aproximada, los daños estructurales y el miedo que la gente instintivamente tiene ante los temblores.
«Grado VII» pensó Fernández de inmediato. «Todos lo sienten. Los daños son menores en edificios bien construidos y devastadores en los débiles o mal planeados, de adobe. La gente huye a la calle aterrada. Hasta aquellos que van en vehículos en movimiento lo perciben». Recitó de memoria una oración a la que por fin encontraba sentido, al ver que decenas de personas escapaban de sus autos chocados por el desconcierto y el corte de luz que apagó todos los semáforos; mientras el piso de su propio edificio se sacudía al parecer sin control alguno, intentando tirarla al suelo y dejarla a merced de la agitación.
Los terremotos no matan, matan las casas
Carlos Carvajal, por su parte, tuvo un pensamiento muy distinto. «Mi hermana. Está sola en la casa». María José Carvajal, de 20 años, había recién vuelto de la Universidad. Su madre trabajaba por las tardes en la Zofri y su padre en las oficinas de la Armada, por lo que creyó tener el lugar para ella nada más. Aunque toda su vida había vivido en Iquique, una de las ciudades con más actividad telúrica en el mundo, nunca logró superar su miedo a los temblores. Por eso, cuando comenzó, no pudo hacer otra cosa que encogerse y acurrucarse bajo la mesa. Oía cómo los vidrios crujían por la presión, los objetos se movían sobre los muebles y las patas de la mesa raspaban el piso de madera. De pronto, las ventanas cedieron, y cientos de pequeños trozos de vidrio volaron por los aires. Ninguno alcanzó a cortarla, casi todos cayeron en la tabla encima o a su lado, pero no pudo no dejar escapar un grito.
Carlos, de 25, corrió a la casa, que no quedaba tan lejos, esquivando gente que corría y automóviles detenidos. Veía de reojo el movimiento de los edificios a su alrededor, mientras se alejaba de la calle Vivar y entraba a calle Thompson, donde la familia vivía. Ahí la encontró, bajo la mesa, temblando aún más que el temblor mismo, rodeada de cristales rotos y fotos caídas de las repisas. Se acercó a ella y la abrazó, protegiéndola con el cuerpo.
A 52 kilómetros de allí, en Pozo Almonte, Adela Castro por fin logró despertar a su esposo. Sergio Véliz hizo un ruido extraño, como un bostezo, y se rascó los ojos con pereza.
– ¿Qué te pasa, mujer? -preguntó molesto y aún medio dormido, mientras se rascaba el paladar con la lengua, tratando de recordar lo que estaba soñando. «Con relámpagos» pensó extrañado, porque jamás había visto uno en su vida.
– ¿¡Cómo que qué pasa!? -le gritó su esposa histérica- ¿¡¿¡Qué no ves que está temblando!?!?
– ¿En serio? ¿Cuándo? -preguntó semi-inconsciente
– ¡¡¡Ahora…!!!
Pero no alcanzó a decir más. La casa completa lanzó un largo crujido, la ventana por la que momentos antes Adela había mirado el paisaje desértico se trizó, y los pocos objetos que el matrimonio tenía en la habitación terminaron por caer. Véliz, por fin bien despierto, saltó fuera de la cama y tiró de su esposa hacia la salida, la puerta que daba a la calle. “Los terremotos no matan, matan las casas” es un dicho que los sismólogos suelen decir y que Véliz comprendió por mero instinto de supervivencia. Si salían, estarían a salvo.
Se miraron las caras
Una idea pasó por la mente de Carlos. Recordó a la gente corriendo, y todo lo que había visto poco tiempo atrás en la televisión.
«Tsunami»
El 26 de Diciembre pasado, un terremoto grado 9 en la escala de Richter, con epicentro en Sumatra, sacudió el Norte de la isla y provocó una serie de olas de hasta 12 metros de altura que arrasaron las costas de Indonesia, Sri Lanka, India, Tailandia, Maldivas y Malasia, matando a cerca de 300.000 personas. Las ciudades costeras quedaron destruidas por el peor sismo desatado en cuatro décadas. Desde entonces, tras haber visto la tragedia una y otra vez, Carvajal asumió como una posibilidad real que un tsunami (del japonés tsu “puerto” y nami “ola”) golpeara Iquique. Tomó a su hermana del brazo y comenzó a correr. Salió de la casa, escapó a la calle y se unió a los cientos que, como él, habían presentido una catástrofe e intentaban llegar de cualquier forma a terrenos más altos.
No alcanzaron a llegar ni al Cerro Dragón cuando el movimiento se detuvo. Todos, por un segundo, se detuvieron para sentir otra vez la seguridad que solo la tierra podía dar y que les había sido arrebatada, literalmente, de un remezón. Carlos miró su reloj: 18:45. No había pasado un minuto, pero él lo sintió como horas y horas. Sin darse tiempo para descansar, empujó a su hermana y siguió corriendo, seguro de que el peligro no había pasado.
No supo hasta mucho más tarde que en realidad el epicentro se originó a 115 kilómetros al noreste de Iquique, y a más de 100 kilómetros de profundidad bajo la superficie, por lo que el peligro de tsunamis era prácticamente nulo. Aún así, y solo por si acaso, esa noche ambos la pasaron tierra adentro, más allá del Cerro Dragón, y hasta la noche no supieron nada de sus padres, que no tuvieron ningún percance, aparte del susto y la preocupación por sus hijos que, gracias a Carlos, pudieron contar sus anécdotas.
A las 18:46, todo había pasado en Pozo Almonte. Sus pocos habitantes comenzaron a reunirse para contarse mutuamente y asegurase de que no faltara ninguno. Varias casas, casi todas de adobe o materiales débiles, se desplomaron rápidamente, aunque no hubo más que un par de heridos. Los pocos teléfonos estaban cortados y el suministro de agua quedó seco. Por suerte, todos en el pueblo se conocían las caras, por lo que les fue fácil reconocerse. Por eso de inmediato notaron, asustados, que faltaban dos entre ellos: y es que Adela Castro y Sergio Véliz seguían en su casa, bajo los escombros, aún de la mano y a solo pasos de la puerta que los habría lanzado fuera, hacia la seguridad del Sol sobre sus nucas. 2 de los 11 muertos que dejó el terremoto en la Región.
La directora de Protección Civil de la Onemi, Cármen Fernández, comenzó a recoger papeles del piso, levantó una lámpara de pie y trató de sacudirse el polvo de las ropas. Suspiró hondo, tratando de tranquilizar su propio corazón que saltaba por el susto, antes de prepararse para lo que sabía que vendría. En pocos minutos, quizás más, decenas de periodista estarán golpeando su puerta para saber de primera mano los antecedentes técnicos del terremoto que no solo la había logrado botarla al suelo, sino que le causó un pánico como nunca había sentido. Lo importante ahora era retomar el control y llenarse de información con la cual responder:
A las 18:44 del Lunes 13 de Junio de 2005, las zonas de Iquique, Huara, Pica, Mamiña, Camarones, Colchane, Tarapacá, Camiña y Alto Hospicio, todas en la Iª Región de Tarapacá, sintieron el impacto de un sismo telúrico con epicentro en tierra. En Bolivia, Perú y hasta en Sao Paulo se sintieron estertores de la sacudida que finalizó con 11 muertos, 130 heridos y más de 5000 damnificados. Pocos días después, el mismo Presidente Lagos suspendería una gira por Suecia, Holanda y España para visitar las zonas afectadas. Varios Monumentos Nacionales cayeron desplomados, entre ellos la Iglesia de San Lorenzo, levantada en 1723 y que albergaba una caja de vidrio que contenía un hueso del propio San Lorenzo, enviado desde la ciudad española de Huesca en 1980. No había electricidad, teléfonos ni agua potable. Toda la Región sufrió el impacto del segundo terremoto más fuerte de comienzos de este siglo XXI y el tercero más importante desde el de Asia Pacífico en 2004.
Fernández se acercó al sismógrafo para revisar las mediciones. El aparato, que había saltado todo el tiempo, dejó una frenética serie de marcas en el papel: 7.9 en la escala de Richter, calculó sin mucho problema. «Esto no mide lo que en realidad pasó» pensó la mujer mientras se sentaba a descansar. «El daño va mucho más allá de unas vibraciones. Por un minuto, a todos se nos movió la Tierra».
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