bicicleta

\ Escrito el 07/12/2017 \ por \ en Artículos, Destacados, Sin categoría \ con 1070 Visitas

De sudor y flojera en la Ciudad Jardín

 

Por Martín Berríos Armijo

Por cinco días me enfrenté a una forma de vivir diametralmente opuesta a la mía. Asistí al gimnasio y a duras penas seguí una dieta saludable. Me atacaron dolores musculares y periodos de hambre palpitante, pero también evidencié lo caro que es comer sano en nuestro país y el ambiente al interior de una sala de ejercicios residencial.

Repite, repite, descansa. Repite y descansa. Bebo un poco de agua y el sudor me empapa, mis pantorrillas y muslos me duelen, pero debo seguir. Aún queda media hora de ejercicio. El Edificio Bicentenario está ubicado en la calle Álvarez #1822, es un coloso de 23 pisos, yo vivo en el 17. La cita es en el último piso.

A las 23:30 del lunes, desciendo a la conserjería para inscribirme e iniciar mi desafío. El funcionario toma mis datos y me hace una seña para acompañarlo al ascensor, nos dirigimos al piso veintitrés. Una puerta blanca con un lector de huellas dactilares nos corta el paso. Ingresa un código y me hace colocar mi dedo índice derecho tres veces. Se escucha el click del cierre electrónico, estoy registrado bajo el número 00468.

 El silencioso inicio

La sala cuenta con tres bicicletas y tres trotadoras, dos máquinas elípticas y una para hacer pesas. Tiene un armario con pelotas de yoga, colchonetas y cuerdas para saltar. En la sala hay tres personas ejercitándose que ni se inmutan con mi presencia. Le agradezco al conserje y vuelvo a mi departamento, me visto con lo más deportivo que encuentro en el closet: un short, una polera cualquiera y zapatillas.

Son las 24:00, doy inicio a mi primera rutina. 20 minutos de bicicleta y diez de una serie de ejercicios para fortalecer brazos y abdomen, cortesía de una aplicación en mi celular. En el transcurso de la primera parte me tomo el tiempo de mirar al resto de asistentes: un tipo fornido levanta pesas como si se tratase de almohadas y una pareja ve lo que parece ser una rutina de ejercicios en Youtube. Todos se ignoran, solo importa sudar.

Intercambio un “chao” con los demás que ni siquiera es respondido. Doy fin a la rutina y me devuelvo agotado al departamento cerca de las una de la madrugada. Tengo mucha hambre, pero es preferible dormir.

En un parpadeo vuelve a ser de día. Me muevo en la cama, pero no siento dolor. Apenas me levanto, un tirón atenaza mis muslos, mis pantorrillas, bíceps y abdominales. Avanzo pesadamente a la cocina para tomar un desayuno acorde con la dieta saludable que me proporcionó mi polola, Paola. Elijo de ella la mitad de un pan batido con lechuga, un vaso de jugo natural y una pera. ¿Qué ocurrió con mis huevos con tomate y queso?

En el refrigerador, falta leche descremada, yogurt light, manzanas, tomates, y jamón de pavo. En la alacena pan pita. Al salir de clases tendré que pasar por el supermercado. El agua caliente de la ducha logra relajar un poco mis músculos, de colación solo llevo un plátano. Intento ceñirme lo más posible a este nuevo plan alimenticio.

La jornada transcurre lenta y cada vez tengo más hambre. A las 14:30 paso a comprar los productos. Solo diez cosas me cuestan 7.000 pesos, apenas pagados con el descuento en Santa Isabel que pude conseguirme. ¿Lo más barato? el cilantro de 500 pesos versus el jamón de pavo asado que sale mil quinientos. Bienvenido a Chile, donde “comer sano” es horriblemente caro.

Deliciosa tortura

Al fin llego a la casa a almorzar. Me preparo una pechuga de pollo con una taza de arroz, ensalada de lechuga y tomate. Al caer la noche me preparo para ir más temprano que ayer, a las 22:00. Esta vez la rutina es más extensa, de 45 minutos repartidos entre bicicleta y ejercicios. En el gimnasio solo hay una chica a duras penas en la trotadora y como todos con los que me he topado, tiene audífonos.

Un poco antes de las 23:00 me devuelvo a casa y cuál fue mi sorpresa al notar un delicioso olor desde el pasillo. Papas Fritas, carne al sartén, queso. Mis dos primos con quienes vivo, se estaban cocinando un festín que yo no podía disfrutar. Con toda la fuerza de voluntad que pude, me conformé con mi cena a base de un yogurt y una manzana evitando mirar los platos ajenos. Creo que esta fue la noche más difícil de toda la semana.

Ya el miércoles comienzo con otro desayuno liviano, colación, mucha agua y el dolor muscular es permanente. Este día fui temprano en la mañana, a las 8:00. Nada más entrar encuentro a alguien utilizando la bicicleta donde me ejercito regularmente, es una anciana. La saludo y me responde asintiendo con la cabeza. Me coloco a su lado y discretamente observo su temporizador, lleva ejercitándose más de una hora.

Sin apuro desciende de la máquina y se pone a saltar en la cuerda, para luego terminar con media hora de trotadora. Me asombra su energía y su expresión que se mantiene inmune pese al esfuerzo. Siento vergüenza por cansarme con 40 minutos en la misma máquina, pero lo ignoro. Hoy la sesión duró una hora.

Divino regreso

Los dos últimos días realicé sesiones de una hora y cuarto. Decidí utilizar trotadoras y elípticas en ambas para variar el ejercicio. El jueves asistí a las 18:00 y el viernes a las 14:00, en ambas oportunidades estuve completamente solo, por lo que lleve audífonos. Al encender la música el ejercicio parece ser más llevadero y me cuesta un poco menos, quizás es la rutina que rinde sus frutos.

Ya terminando la semana viajo en bus a Requínoa, a mi hogar. Para el viaje llevo una manzana con un yogurt y mi botella de agua, me aferro a la vida saludable con todas mis ganas.

A las 24:01 por fin estoy en casa y el día acaba. Un plato enorme de cazuela de ave con una hallulla calentita me espera en la cocina. Suena “Dietético” de Soda Stereo en la radio “El régimen se acabó, ¡se acabó!”. Es una señal para volver a caer en los brazos de la buena vida y la poca vergüenza.

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