Por Matías González Olguín.- En el bus, todos conversan de la vida, pero yo miro por la ventana el paisaje que calma el disgusto de visitar mi futuro descanso eterno. No conocía este sector, me sentía en California cuando íbamos por el puente sobre el borde costero. Los cerros son verdes y las olas chocan contra ellos, un lindo espectáculo natural. Las gaviotas vuelan alabando a la libertad, una que desean los reclusos de la cárcel cercana.
Al llegar a nuestro destino, mis compañeros cambian su semblante. Hay risas tímidas, muestras de respeto y unas cuantas expresiones de terror. A paso lento, ingresamos al recinto de la desigualdad, donde la clase baja reposa en la periferia y los ricos exhiben sus lujos, incluso muertos. Arribamos al Cementerio de Playa Ancha, la muestra de que llevamos el clasismo hasta la tumba.
La entrada está adornada con demandas sociales y las típicas flores y globos que tratan de darle armonía. El portero nos da una bienvenida y nos relata en qué sitio están los sepulcros más icónicos. El grupo siguió avanzando, mientras me quedé sacando fotos a la arquitectura de los mausoleos más excéntricos. “Sácale una a la vista que tienen los pobres”, me dice un jardinero. Miro el lugar y no encuentro indigencia, por ahora.
Continué mi camino por una calle institucional. Ahí estaban los difuntos de entidades como el Ejército o la Armada con sus escudos respectivos. Corría una fuerte ráfaga cada vez que me paraba frente a sus edificaciones, no sabía si eran los himnos de estas organizaciones o los lamentos de aquella gente.
Una hermosa rotonda funciona como plaza, con una pileta central y rodeada de palmeras. Sin embargo, mi percepción cambia cuando veo un exclusivo camposanto alemán a su alrededor y, frente a él, unos descuidados nichos cuyos epitafios contenían los apellidos más comunes en Chile. Por supuesto, no podían faltar los González, ¡quizás qué me espera!
Comienzo a tomarle el sentido a las palabras del trabajador. Aún no he visto la panorámica que me recomendó fotografiar, pero el contraste social es visible. La parte en que están los menores fallecidos es tristemente mísera, pese a que la amplia gama de colores y los juguetes intentan desarraigar la pena instalada en ella.
Mi paso por la necrópolis está por terminar y, si antes estaba rodeado de bellas construcciones, en este momento estoy en una dura realidad. En la zona más alta yacen los que en su vida, de manera literal, no tuvieron dónde caerse muertos. Sus sepulturas están casi en ruinas, el mármol de su inscripción está sucio y las rosas no son más que su propio tallo.
Conocimos la vida y el cenotafio del afamado Emile Dubois, asesino francés que se alzó como el Robin Hood del proletariado a inicios del siglo XX. Era lógico que los reconocimientos a este sujeto estuvieran entre los cadáveres desamparados, como la representación más gráfica de las luchas sociales.
Los aplausos que se llevó el ayudante tras la exposición acerca del europeo, no solo se los dedique a él, sino también a la magnífica vista que había a sus espaldas. Los dichos del jardinero tenían toda la razón, el único premio que tenía la clase baja asentada en aquel sitio era el paisaje que tenían ante sus cuerpos.
A final de cuentas, el Cementerio de Playa Ancha, como tantos otros, es igual a que cualquier otra ciudad chilena. Los ricos apoderados de los mejores emplazamientos y los miserables destinados a aceptar sus pésimas condiciones. El clasismo nace en la sociedad y se eterniza en el patio de los callados.
Tags : cementerio 3 de playa ancha, cenotafio, clasismo, emile dubois