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\ Escrito el 14/04/2018 \ por \ en Artículos, Destacados \ con 1484 Visitas

En el metro Valparaíso: Silvia trae el pan a la mesa

Por Nicole Arias.- Silvia Agustina vende sus productos afuera de la estación Las Américas. A sus 78 años debe trabajar porque su pensión no le alcanza. Eso no supone un tormento para ella, es más, le da vida. En ese momento en el que el hambre te mata, el estómago te suena y comienzas a sentirte débil, lo mejor es encontrarte con la mujer que vende productos fuera del metro. Sus calzones rotos te obligan a detenerte para apreciar su sabor: una textura suave que parece embrujarte y te obliga a comprar más. Su masa, aunque tierna y esponjosa, es firme, una encarnación de la persona que los vende. *** Son las siete de la tarde, hora punta en el transporte público. El vagón del metro se dirige a Limache. El tren se detiene en la estación Las Américas de Villa Alemana y mucha gente se baja. Un poco más de la mitad de las personas salen en dirección sur, la mayoría malhumorados y con rostros de cansancio. Se empujan uno a otro para conseguir ser el primero en subir las escaleras, hasta que un grito débil, apenas perceptible, para a unos cuantos en seco: ¡pancito amasado, calzones rotos, berlín horneado! Un par de ellos se devuelven y caminan en dirección norte, una ruta completamente contraria a la salida que promete el descanso que tanto anhelan. Siguen la dulce voz típica de una abuelita. En la vereda, a punto de entrar en la estación, una mujer de avanzada edad, baja y con un rostro lleno de tiernas arrugas, vende sus productos a los pasajeros del metro. A pesar de que varios no conocen ni siquiera su nombre, la prefieren a ella. Y es que su competencia es dura. Tanto en la salida sur (de donde muchos se devolvieron), en la esquina de la calle y en el supermercado que está a un par de cuadras, pueden encontrar los mismos productos que la señora Silvia vende. Adriana Poblete es una de sus clientas más fieles. Vive en una población a quince minutos de Las Américas. A pesar de eso, prefiere comprar pan en la estación. “Aquí las cosas son fresquitas. Desde que yo llegué a vivir aquí que le compro. Es súper reservada, nunca le ha dicho a nadie ni su apellido, aunque es amable y se nota que es esforzada. Tiene 78 años y sigue trabajando, eso lo dice todo”, cuenta. *** La vendedora del metro nació en Concepción, aunque vivió toda su vida en Valparaíso. Su padre era teniente de carabineros y su madre trabajaba en una perfumería, ella le enseñó a cocinar. Se educó en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia, ubicado en Cerro Alegre, establecimiento que en ese entonces era particular. A pesar de estudiar, ella siempre prefirió trabajar. Su abuela se dio cuenta y en cuanto Silvia cumplió los 18 la mandó al mundo laboral. Así vivió hasta que llegó el momento de jubilarse. “La plata de la jubilación se acabó y quedé recibiendo la…

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Por Nicole Arias.- Silvia Agustina vende sus productos afuera de la estación Las Américas. A sus 78 años debe trabajar porque su pensión no le alcanza. Eso no supone un tormento para ella, es más, le da vida.

En ese momento en el que el hambre te mata, el estómago te suena y comienzas a sentirte débil, lo mejor es encontrarte con la mujer que vende productos fuera del metro. Sus calzones rotos te obligan a detenerte para apreciar su sabor: una textura suave que parece embrujarte y te obliga a comprar más. Su masa, aunque tierna y esponjosa, es firme, una encarnación de la persona que los vende.
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Son las siete de la tarde, hora punta en el transporte público. El vagón del metro se dirige a Limache. El tren se detiene en la estación Las Américas de Villa Alemana y mucha gente se baja.
Un poco más de la mitad de las personas salen en dirección sur, la mayoría malhumorados y con rostros de cansancio. Se empujan uno a otro para conseguir ser el primero en subir las escaleras, hasta que un grito débil, apenas perceptible, para a unos cuantos en seco: ¡pancito amasado, calzones rotos, berlín horneado!
Un par de ellos se devuelven y caminan en dirección norte, una ruta completamente contraria a la salida que promete el descanso que tanto anhelan. Siguen la dulce voz típica de una abuelita.
En la vereda, a punto de entrar en la estación, una mujer de avanzada edad, baja y con un rostro lleno de tiernas arrugas, vende sus productos a los pasajeros del metro.
A pesar de que varios no conocen ni siquiera su nombre, la prefieren a ella. Y es que su competencia es dura. Tanto en la salida sur (de donde muchos se devolvieron), en la esquina de la calle y en el supermercado que está a un par de cuadras, pueden encontrar los mismos productos que la señora Silvia vende.
Adriana Poblete es una de sus clientas más fieles. Vive en una población a quince minutos de Las Américas. A pesar de eso, prefiere comprar pan en la estación. “Aquí las cosas son fresquitas. Desde que yo llegué a vivir aquí que le compro. Es súper reservada, nunca le ha dicho a nadie ni su apellido, aunque es amable y se nota que es esforzada. Tiene 78 años y sigue trabajando, eso lo dice todo”, cuenta.

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La vendedora del metro nació en Concepción, aunque vivió toda su vida en Valparaíso. Su padre era teniente de carabineros y su madre trabajaba en una perfumería, ella le enseñó a cocinar.
Se educó en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia, ubicado en Cerro Alegre, establecimiento que en ese entonces era particular.
A pesar de estudiar, ella siempre prefirió trabajar. Su abuela se dio cuenta y en cuanto Silvia cumplió los 18 la mandó al mundo laboral.
Así vivió hasta que llegó el momento de jubilarse. “La plata de la jubilación se acabó y quedé recibiendo la pensión del gobierno. Al final son cuánto ¿100 mil pesos? Pero me gusta trabajar. Total, tengo fuerzas todavía”, señala con una sonrisa.

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Magdalena Gómez es guardia en la estación Las Américas. Le ha tocado vigilar mientras escucha a la señora Silvia vender.
“Su puesto no entra al metro por lo que no infringe ninguna norma. Eso sí, ella trabaja sin patente municipal, pero ahí ese no es tema nuestro. Aparte ni molesta ahí. Su marido igual la ayuda”, cuenta.

***
Es tarde, el reloj marca casi las 21 horas. La señora Silvia sigue trabajando.
El pan se acabó, así que les pide a sus últimos clientes que esperen, que su marido ya viene con más. Se ve ansiosa.
A los pocos minutos se estaciona en la vereda un auto rojo. De él se baja un hombre, saca del maletero una caja con pan amasado y cruza la calle hacia la estación.

—Estoy cansado po’, termina de vender —se dirige a su esposa con un tono brusco mientras pone la caja sobre la improvisada mesa en la que la señora Silvia tiene sus productos.
—Si tan cansado estai entonces anda pa’ tu casa po’ —le responde ella.

***

La comerciante se casó a los 25 años con Patricio. Hoy llevan 53 años de matrimonio. Viven en casas separadas a pesar de ayudarse con el negocio. No lo ama, solo es un compañero.
Con él tuvo dos hijos. Uno es contador y vive con su padre, el otro es chofer de micro. Este último vive con ella y fue el primero en darle bisnietos.
Los niños sacan lo mejor de la mujer. Cada vez que habla de sus pequeños los ojos le brillan e incluso descuida un poco su puesto, algo raro en ella. Y es que la señora Silvia no piensa en nada más que no sea el trabajo. Siempre se mueve, siempre tiene algo que hacer.
Pero, ¿qué hará cuando ya no pueda más? Es la duda que muchos tienen. “Morirme po’, igual no me pienso rendir antes. No me veo sin vender. Pero si pasa, por fin dormiré una siesta”, sentencia.

***

La luna anuncia que ya es hora de terminar el día. La señora Silvia puede sacar cuentas alegres de sus ventas. Y es que siempre es así, siempre le va bien. Así será hasta que ya no pueda más, hasta que el destino decida que es hora de descansar.

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