Por Karen Brun.- Arena blanca y mar azul. Los sones de la canción describen un lugar paradisiaco. Así es este Estado del país de la samba y la caipiriña. Su exquisita gastronomía, su gente amable rodeada de lugares llenos de color nos reciben.
El avión dio fuertes tumbos contra la loza, que más que aterrizar parecía como si fuera a pasar de largo sin lograr detenerse. El relajo y la alegría por llegar a destino parecieron esfumarse en segundos de la cara de los pasajeros. Finalmente, la máquina se detiene y las personas respiran aliviadas. Es que nadie realmente sabe que para llegar a este hermoso paraíso ubicado en la capital del Estado de Bahía en el noreste de Brasil, primero tienes que sortear un aterrizaje del terror. El Aeropuerto Internacional de Salvador Deputado Luís Eduardo Magalhães, más bien conocido como Aeropuerto Internacional Dois de Julho, está enclavado en una especie de cuenca que hace que el avión pareciera que cae de golpe contra el suelo y rebota como un balón de metal.
Lo primero que llama mi atención al salir de la manga y entrar al edificio del aeropuerto es la gran cantidad de posters pegados por todas las columnas advirtiendo que “La prostitución infantil está penada por la ley”. Luego, entendería el por qué de estos avisos.
“No lo mires!” me advierte, casi asustada de que se nos acerque. “El código aquí es que si los miras directo a los ojos es porque los estás invitando a acercarse”
La primera salida al centro de la ciudad nos muestra el emblemático monumento característico de Bahía, el Faro de la Barra o Fortaleza de San Antonio que es, sin duda, un punto de referencia de la ciudad. Desde ahí se puede visualizar una serie de playas características de la tierra brasileña: Porto da Barra, situada en la Bahía de todos los Santos, entre los fuertes coloniales Santa María y San Diego, es una de las mejores playas del mundo según el periódico inglés “The Guardian”.
Al poco andar el centro de Salvador se presenta como una combinación de verde intenso y celeste cielo. Sus calles llenas de adoquines y colores con una reminiscencia colonial me recuerdan un poco al Cerro Alegre. Pelourinho y sus calles, correspondiente al casco histórico de la ciudad, fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Es un área mágica llena de casas coloniales de diferentes colores, templos barrocos y calles que suben y bajan llevando al viajante a experimentar la belleza brasileña en pleno.
De pronto, todo este encanto natural que rodea la ciudad también nos muestra una realidad mucho menos hermosa: la prostitución infantil y juvenil. En las esquinas se puede ver cómo algunos jóvenes se pasean buscando llamar la atención de quién pueda servirles en su objetivo de conseguir algo de dinero ofreciendo sus cuerpos a quién lo requiera. Un joven de camisa y vestón en mano, nos mira insistentemente. Mi acompañante me pellizca el brazo para que no lo mire y me explica que si lo miro directo a los ojos es porque “estoy interesada en sus servicios”. “¡No lo mires!” me advierte, casi asustada de que se nos acerque. “El código aquí es que si los miras directo a los ojos es porque los estás invitando a acercarse”, me explica.
Salvador es una ciudad importante, con casi tres millones de habitantes. Es el centro económico del Estado de Bahía, además de un puerto exportador, centro industrial, administrativo y turístico que alberga diversas universidades y grandes empresas nacionales. Sin embargo, hay muchos lugares – como en gran parte de Brasil – que reflejan la pobreza a diario. Por eso cientos de niñas, miles mejor dicho, se prostituyen en el país del norte. En su gran mayoría son jóvenes vulnerables que se ven tentadas a una vida mejor. Muchas de ellas son empujadas a esta práctica por sus propias familias, buscando alejarse de una vida de privaciones e injusticia social.
Seguimos viaje y entramos a un restaurant. A mi lado una pareja comparte alegremente sin importarles los demás. El paisaje tan bello parece contrastar con la triste realidad de muchas niñas en Brasil: el paraíso carioca no es tal para miles de ellas que terminan en una favela sin un futuro. La pareja a mi lado sonríe y a nadie parece importarle que ella, brasileña, no tiene más de trece y él, turista, fácilmente traspasa la barrera de los 50. Quizás los posters del aeropuerto que rezaban “La prostitución infantil está penada por la ley” debieran estar pegados aquí en el restaurant.