\ Escrito el 25/09/2017 \ por \ en Artículos, Destacados \ con 1337 Visitas

La bañista

Cuentos de Pluma y Pincel.-  Este cuento de Josefa Herrera, inspirado en el cuadro homónimo de Benito Rebolledo, 1945,  exhibido en el Museo de Bellas Artes de Valparaíso, fue escogido como el mejor por sus compañeros, luego de que fuera escrito el  viernes 8 de septiembre en el propio Palacio Baburizza, como parte del Taller de Guión Audiovisual de la Escuela de Periodismo PUCV. La profesora Francia Fernández pidió a los alumnos recorrer la galería e inspirarse en un cuadro para escribir un cuento. He aquí los resultados. En este artículo y a continuación, los tres relatos más votados de la clase con sus respectivas fotos

 

Sentada en una roca, con el mar en calma de fondo y la arena mojada, casi traslúcida, lo que más destacaba de la foto que su marido le había tomado era ella. Con sus piernas perfectas, su pelo aún peinado, pese a las zambullidas en el agua. Su cuerpo, sus pechos y su estrecha cintura se veían a través de su blanca enagua. Recordó como había sido ese día. El día de su mejor fotografía.

Temprano en la mañana había aceptado ir a la playa, lejos de la ciudad, con su esposo: un hombre prepotente, arrogante, inteligente, que le triplicaba en edad. Él le decía que un día en la playa era suficiente para que sus llantos cesaran y sus nervios se calmaran. Quizás por miedo a decir que no, dijo que sí. Quizás no. Lo cierto es que ese día ambos rieron mucho, caminaron y ella se sintió bella y poderosa. Tanto, que incluso se despojó de sus ropas y dejó que el mar la bañara. Para ella, un simbolismo de que el mar la liberaba de sus miedos. Para él, una locura que aceptó porque no había personas alrededor.

Cansada de nadar sola, de caminar sola por la playa y por la vida, aunque en compañía de su marido, de escucharlo repetir historias de guerras, de grandes batallas, de monarquías ya disueltas, se sentó en una roca.

Para su esposo ella estaba bella. Siempre lo había sido, pero también estaba loca. Esos nervios a flor de piel lo colmaban, tanto que para corregirla a veces le propinaba duros golpes en los muslos, las manos, las piernas, la cara, obligándola a jurar que no volvería a llorar. Pero como buen periodista, fotógrafo e historiador que él era, sabía que la historia se repetía. Aunque ese día, sentada ella allí en la roca, cansada pero feliz, sin moretones en su pálida piel y con su cuerpo marcado a través de la enagua, él sabía que estaba perfecta. Y la fotografió.

Ella se vistió, y aunque su ropa le apretaba e incomodaba, se sentía liberada. ¡Cuánta razón tuvo su marido! Un día en la playa había sido suficiente para que su llanto cesara y sus nervios se calmaran. La brisa y las aves en vuelo habían sido suficientes para decidir volver a casa, hacer su maleta e irse a San Pedro, a casa de su abuela, lugar donde vivió toda su vida, hasta que se casó. Se separaría, quizás hasta se divorciaría. Conocería al amor de su vida y, con sus cortos 20 años, dejaría de ser amiga del miedo y la soledad.

Ese día era bello, la playa estaba bella, y ella también.

Ocultando la alegría de una pronta separación de su cruel marido, regresó a casa. Fue directo al cuarto donde guardaban las maletas y escuchó que él la llamaba. Para no levantar sospechas sobre su plan, fue a atender su llamado: quería comer. Pensó que le prepararía la comida y luego haría la maleta y así, mientras pelaba un ajo, cortaba los vegetales y esperaba paciente que la carne se cocinara, imaginó cómo tomaría el dinero necesario para comprar el pasaje, qué ropa llevaría a San Pedro. Banalidades para ser feliz.

Cenaron. Estaba lista para seleccionar su ropa, cuando su marido la llamó de nuevo. Las camisas no estaban limpias, no estaban planchadas. No había hecho nada de eso aún, no quería, pero antes de desatar la ira de su esposo, partió a lavar, secar con vapor y planchar. Pensó que, al día siguiente, mientras él estuviera en el trabajo, escaparía.

Se levantó temprano, hizo el desayuno, preparó la vianda y lo despidió efusiva. A las 10 am sonó el teléfono: mientras tomaba una fotografía para el diario, su marido se había quebrado una pierna y estaba en el hospital. Considerando su edad, pensó que sería una mala persona si lo dejaba solo, con una pierna enyesada. Realizaría su plan cuando su marido sanara.
Pasaron seis meses y ella ya tenía nueve de embarazo. Su hijo nació, los golpes continuaron, se embarazó de nuevo y los golpes siguieron, al igual que la maleta vacía.

Los niños crecieron, el viejo se hizo más viejo y ella cocinaba, planchaba, lavaba, criaba y cuidaba. Su belleza había cambiado. Sus perfectas piernas ahora estaban arrugadas a la altura de las rodillas y tenían cicatrices de quemaduras de cigarro. Su pelo peinado, ahora era corto y con canas. Su cintura estrecha y sus firmes pechos habían dado paso a una fina figura cuadrada.
Cuando murió su marido, con dos hijos adultos y tres nietos, su maleta estaba sin armar. Nunca la hizo y nunca la haría.

Se puso su enagua. La había guardado con cariño, porque para ella representaba la libertad y su belleza. Estaba amarillenta y tenía pequeños agujeros hechos por las polillas. Ni la naftalina pudo con el paso del tiempo. Encima se echó un abrigo y se fue al mar. Lo dejó sobre una roca, y nadó, nadó y nadó con su cuerpo viejo y maltratado por su marido y la artritis.

Nadó y nadó, hasta que ya no vio nada más que peces bajo el mar. Y fue libre.

Josefa Herrera

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