Por María de los Angeles Arancibia.
Erika González Briones se desenvuelve en la oscuridad por una enfermedad que la dejó completamente ciega. Hoy intenta hacer una vida normal vendiendo diversos productos en el transporte público para alimentar a su familia. Más que un trabajo, es una proyección de vida.
Son las tres de la mañana. Se despierta asustada porque piensa que se quedó dormida y tiene que despertar a sus hijos, Javiera y Francisco, para ir al colegio. Silvio Labbé, su pareja, un poco aturdido la tranquiliza porque aún quedan algunas horas para que amanezca. Sin embargo, para ella la oscuridad inunda su día. Todos los días.
Con dificultad para abrir sus ojos pero animosa, contenta, Erika sale a trabajar todas las mañanas. Algo contradictorio en una vida llena de penas y sacrificios, pero ahora eso no es lo importante. La discapacidad no la limita para hacer una vida normal y ganarse el pan para su familia.
A los 19 años, cuenta, comenzó a tener dificultades en su vista, algo así como una conjuntivitis, pero como era joven no lo tomó con mucha importancia. Mala decisión. Hoy arrastrando un glaucoma y cataratas, se lamenta de no ver a su hijo menor licenciarse de cuarto medio.
Erika es una mujer morena con una sonrisa tan grande que roba la atención de su alargada cara, dejando en segundo plano sus ojos que, con dificultad, intentan deslumbrar algo. Se sube a un autobús camino al mall de la mano de Silvio, quien va junto a ella hasta el final del pasillo ayudándola a afirmarse de los asientos. Ella se presenta y comienza a decir al derecho y al revés las características del snickers. Él mientras pasa por los asientos vendiendo la barra de chocolate.
Recuerda que en cada uno de sus embarazos su vista iba empeorando. Mamá soltera y desahuciada por la mayoría de los médicos, tuvo que salir con su hija mayor, en ese tiempo de once años, a vender a las micros.
SUS OTROS OJOS
“Ahora yo era los ojos de ella”, dice Natalia cuando recuerda los inicios de su madre en el transporte público. Con una bolsa de parche curita salieron a la deriva. Al terminar el día tenían diez mil pesos y le sobraban 30 vendas porque la mayoría de la gente solo daba el dinero. En ese momento esto se transformó en un trabajo.
Silvio llegó a la vida de Erika hace nueve años. Dejó de lado su oficio de albañil para trabajar a la par con ella. “A veces, pienso que no volverá a ver pero trato de sacar lo bueno, asumir de que las cosas son así no más po’”, dice con un poco de melancolía.
Cuando la diagnosticaron pensó que quedaría ciega a eso de los 60 o los 70, pero los planes fueron otros. En su segundo embarazo, de su hija Javiera, esto empeoraba y fue cuando se preocupó, pero el doctor le dijo “ya no hay nada que hacer”. Fue cosa de tiempo. “Dejé de ver en mayo de 1999, mi hijo nació y yo ya estaba ciega.”
“Dios le quitó la vista pero le dio otras cosas” dice Natalia, hija de Erika. Hoy ya es adulta y trabaja de cajera en un supermercado. Sabe que su mamá es conocida en Viña del Mar pero como ella dice, “para mí no es tema que sea ciega, para mí es una persona normal”. No obstante, la discriminación no es algo que ella o su familia pueda esquivar.
Hija de padres separados, creció con su papá. Ahí nace su gran manejo del léxico. Su padre, quien era un gran orador, la instruyó en la lectura, de hecho para él era casi un crimen decir te le cayó en la mesa, cuenta. Además, agrega, que con el tiempo aprendió sinónimos para vender y técnicas para enfatizar la voz, como también para cantar, que es una de sus pasiones. Varias veces le ofrecieron ser locutora o telefonista.
UNA LARGA JORNADA
Son las seis de la mañana y gracias a la alarma, comienza otro día en la vida de Erika. Despierta a sus dos hijos para que se bañen y tomen desayuno. Cuando se van, le toca despertar a Silvio mientras ella entra al baño para prepararse. Cuando el reloj dice las 9:00 horas es momento de salir. Habitualmente el trabajo dura hasta las cinco de la tarde, pero si el día está malo hasta las siete. Cuando llega a su casa, en Forestal, se adueña de la cocina para preparar la cena mientras canta una canción de soda estéreo.
Se le discrimina por trabajar en la calle y ser la señora cieguita. Por otro lado, la gente se pregunta por qué sale a vender si su pareja no se encuentra en situación de discapacidad como ella. La respuesta parece sencilla en su propia boca, “mis hijos son mi responsabilidad y tengo que trabajar por ellos”.
Ella no siempre fue ciega. Desde que se dio cuenta de la gravedad y la rapidez en la que avanzó su enfermedad, buscó soluciones. En 2004 tuvo la oportunidad de operarse, pero a horas de entrar a pabellón se acabaron los insumos. Para la suerte de Erika, el oftalmólogo Carlos Schiappacasse, en 2009 logró que volviera a ver. De lo bueno poco dicen, porque en mayo de ese año no vio nunca más. “Quedé ciega dos veces. Parece teleserie, podríamos hacer un guion con mi vida”, dice con una risa.
“Me encantaría hacer las dos cosas que me gustan al mismo tiempo: cantar y tener contacto con la gente”, anhela. Probablemente cuando Francisco termine el colegio veamos a Erika feliz con un parlante, vendiendo sus CD’s en las micros. Ese mismo lugar que escogió hace años atrás y que hoy son parte de su vida. Trabajará en ellas hasta que quede muda.