Cuentos de Pluma y Pincel.- Por Macarena Rojas, inspirado en “La Colorina”, de Vigh Bertalan, fue el tercer cuento más votado en el Taller de Guion Audiovisual, que dirige la profesora Francia Fernández.
Daniel la había visto hace más de media hora allí, sentada en la cafetería sola, con la vista perdida en su latte. La conocía hace años, pero era la primera vez que Verónica no se iba a los quince minutos y veinte segundos de llegar, luego de pedir un trozo de pastel, que dejaba siempre hasta la mitad.
No, Verónica no parecía tener ganas de su dulcecito luego del café. ¡Y tampoco bebía su café! ¡Oh, perdida!, se veía tan perdida, pero más bella que nunca. ¿Era él la única persona que lo notaba? El brillo opacado de sus ojos, el temblor en sus labios, las recientes marcas de lágrimas en sus mejillas, la ropa rasgada.
Verónica, ¡Dulce Verónica!, tan única, tan poco humilde, con esa actitud impasible y “border”, rayando en lo cruel. La pelirroja más conocida de la universidad, por la cantidad de gente a la que ha despreciado y ha hecho sentir como basura. Destacada como ninguna en el arte de la ponzoña, envenenando poco a poco a los que tienen la desgracia de conocerla.
Daniel la conoció y cultivó cada gota de esa ponzoña que la pelirroja le dejaba en el corazón, cada palabra de desprecio, cada broma, cada burla, cada horror… Ese odio consumado, que lo hizo sentir como basura por años que le parecieron eternos, ahora parecía devolverse a su dueña, aquella que le roba el sueño noche tras noche…
Ay, Verónica, si tan solo te hubieses muerto.
Con sigilo dejó un trozo de pastel a su lado, captando la esquiva atención de aquella muchacha tan desolada.
-No lo pedí.
-Considérelo un obsequio.
Y pudo verla, esa sonrisa que jamás fue dirigida a él con anterioridad, la que casi camuflaba lo rota que estaba, o las marcas en su cuello, o la camisa tan abierta como para que Daniel deleitara sus ojos con la curvatura de sus senos, donde se asomaba un tatuaje.
Pudo ver cómo sus hombros se sacudían por el llanto y Daniel, un simple camarero, rodeó aquella figura delgada con un brazo, dejando que respirara; incluso si llegaba a gritar, él no iba a soltarla. Es que la amaba como a ninguna otra. Porque ella era única, especial como ninguna, terrible como todas.
Verónica, con esa coquetería que la caracterizaba, dejó un pequeño papel en el bolsillo de Daniel, justo antes de levantarse y salir, tan campante como él la recordaba. Y ahora no solo tenía impregnado ese aroma tan particular en sus ropas, sino también su número.
¡Vaya avance, Daniel!
Llamó al teléfono anotado por la pelirroja esa mañana, luego de haberlo preparado todo. ¡Y es que Verónica vendría a casa! Nada podría fallar, ni el tiempo ni la sorpresa que tenía reservada para quien llevaba cinco minutos y quince segundos de tardanza.
Antes del segundo 16, la dueña de aquel cabello corto y de furioso rojo tocó a su puerta. Y Daniel la dejó pasar sin problema alguno.
Verónica ya no estaba desarreglada. Sus ropas rasgadas, las marcas en su cuerpo y hasta el camino de las lágrimas en sus mejillas, no se veía nada de ello, absolutamente nada… Y su pelirroja actuaba con tanta amabilidad y dulzura, que lo confundía, porque… ¿dónde estaba la chica que recordaba?
Sus ojos pasearon por la chica, de pies a cabeza, buscándola. No tenía tierra en el rostro, tampoco sangre en los labios… y el tatuaje de sus pechos tampoco estaba.
Al verla recostada en su cama, completamente, lo supo. Ella no era Verónica. ¡Pero podría serlo! Porque él la ayudaría, sí, la llevaría a ser tan perfecta como Verónica, tan hermosa, cruel y aterrada como ella.
Pudo verla gritar al momento en que sus dedos le rodearon el cuello, tiñendo aquel rostro horrendo del mismo color azulado que alguna vez tuvo Verónica. Pero no, a diferencia de su amada, esta impostora no creaba música con sus gritos.
¡No, no, no! ¡Todo estaba mal! Ah, dejó de respirar demasiado rápido, no logró aguantar siquiera tres segundos más que Verónica…
Pero al despertar, Verónica ya no estaba. Como siempre, Daniel se vio solo en su cuarto y con un dolor de cabeza horrendo. ¿Bebió el día anterior? Nah, solo tuvo una cita con… ¿Con quién?
Miró su reloj, apresurándose a tomar una ducha y vestirse. Las noticias daban aviso sobre otra desaparición en el puerto, tal y como pasó dos años atrás con Verónica. Ay, la memoria seguía fresca para él. El dolor, la decepción…
Y el amor.
Sus compañeros de trabajo parecían tan consternados como él con la noticia. Y Daniel rompió en llanto, aterrado. ¿Y si su Verónica había pasado por eso? ¿Y si solo desapareció para no volver jamás?
Él podría haberla salvado. Si tan tolo Verónica le hubiera mirado primero, si no lo hubiese rechazado al inicio de la historia, sería tan diferente, ¿no?
Verónica, si tan solo estuvieras viva…
Pero no, nadie puede detener su vida por desapariciones. La suya no era una excepción, claramente. Así que con el pecho apretado y la mandíbula tensa, Daniel comenzó a servir:
-Dos cortados. Un capuccino y un cortado. Jugos naturales. Pastel y té.
-Un latte, se escuchó.
Daniel volteó su rostro hacia la voz segura, dulce y algo burlona, que lo increpaba desde su mesa acostumbrada. Ah, esta vez la mujer había tardado más de cinco minutos y treinta y seis segundos en aparecerse por la cafetería, con algunas bolsas bajo el brazo, nuevos aretes, pero el mismo cabello corto y rojo furioso, acariciándole las orejas y rostro.
Sonrió y asintió a su orden, anotándola de forma pulcra antes de ir por ella, pero la chica lo detuvo, tirando de su delantal un poco.
-Y un pastel. Un trocito nada más.
Estaba encantadísimo de verla otra vez, así que aceptó sus condiciones, las mismas de siempre, medio trotando hacia la cocina.
Ah…
Bienvenida otra vez, Verónica.
Macarena Rojas
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