Por Carolina Saldivia.- Silbidos, bocinazos, miradas que intimidan, sonidos desagradables, seguimientos y calificativos indeseados como: “rica”, “washita”, “princesa”, ”ángel”, “mi amor”, son sólo algunas de las distintas formas en que se puede manifestar el acoso callejero.

Con la nostalgia de los buenos recuerdos del colegio y sin saber a lo que me enfrentaría. Fotografía: Carolina Saldivia
De manera lamentable, este modo de acoso sexual está naturalizado en nuestra sociedad. Algunos hombres pueden creer que es una exageración, pero ciertamente se trata de una costumbre que tiene el patriarcado de hacernos sentir locas o feminazis.
Como si el problema fuéramos nosotras, expresando que deberías estar agradecida porque es un ‘’piropo’’, como si nos estuvieran haciendo un tipo de favor al realizar estas acciones. Por favor, entiendan que no es un halago, es violencia simbólica.
Desde que emigré de mis tranquilas tierras a la Quinta Región, visualizar el acoso normalizado parece ser pan de cada día. Por eso decidí, con tan solo un uniforme escolar, enfrentarme a la aterradora experiencia de vivir el acoso callejero hacia una menor de edad. La razón fue simple: comprobar que no lo soportamos más, que estamos cansadas de no poder salir y de no poder transitar en paz.
No importa el color de piel, el tipo de cuerpo, la estatura, la vestimenta, el uso de maquillaje, la edad o quien seas. Somos hartas y estamos hartas de sentir miedo.
Simplemente, un cumplido
Por cinco días, después de asistir a clases, llegaba a mi departamento, me desmaquillaba y caracterizaba como escolar. Posteriormente, iniciaba mi recorrido: Avenida Argentina en dirección a Pedro Montt, para luego descender hacia Avenida Brasil, justo donde se encuentra el Mercado Cardonal.
-Día uno: Mientras transcurría el trayecto, me percataba que obtenía atención no deseada y la sensación de vulnerabilidad era inevitable. Un día, aproximadamente a las siete de la tarde, mientras ya estaba oscureciendo y me acercaba al Mercado, logré darme cuenta que había dos hombres de más de cuarenta años que venían hacia mí en dirección opuesta.
A medida que se acercaban, me miraban abiertamente de arriba a abajo, con los ojos detenidos en mis pechos y piernas; sonreían. El corazón se me aceleró en sus latidos y el miedo, la ansiedad, la impotencia y la frustración se apoderaron de mí. Uno de ellos expresó: “tan linda y tan seria, ¿por qué tan enojada mi niña?”. No respondí y continué caminando.
El mismo sujeto gritó “y más encima rota”. Mientras aceleraba el paso para perderlo de vista iba pensando por qué me dijo eso, asumí que fue por no haber respondido frente a su ‘’cumplido’’.
-Día tres: Desde Curauma, comencé nuevamente el itinerario. Como nunca, la micro estaba casi vacía; incluso, había varios puestos desocupados; decidí sentarme al final. Un hombre de edad y con aspecto desaliñado se subió y sentó a mi lado, habiendo más puestos desocupados.
Como es costumbre, me encontraba escuchando música, enviando audios por Whatsapp y revisando mis redes sociales. De manera inesperada, sentí que me tocó la pierna; me asusté, pero no reaccioné, porque pensé que podía haber sido accidentalmente. Luego, vuelve a repetir la acción, pero ahora con un poco más de seguridad.
Sin dudarlo, me levanté bruscamente y me cambie de puesto. No me atreví a hacer una intervención pública ni tampoco a encararlo, porque tuve miedo, me sentí débil, vulnerable e incómoda.
Segunda parte: El mismo día y con la caracterización, pero bajo otro contexto, cuando había finalizado con el experimento. Cambie de ruta en dirección al Terminal de Buses para ir a buscar a mi pololo. Me encontré con él y caminamos hacia Pedro Montt para tomar locomoción.
Contradictoriamente, en ningún momento me sentí frágil, sabía que no me miraban como antes. Era invisible, a pesar que la situación era singular: una supuesta menor de edad caminando de la mano con un joven de 25 años. Cero miradas y ninguna palabra.
Como si por estar acompañada de un hombre se da por hecho que fuera parte de su posesión y bajo esta misma lógica, el transitar sola significaría no ser de nadie y estar al acceso de todos.
Día cinco: A plena luz del día, me encontraba caminando cerca de Casa Central. Sorpresivamente, un sujeto me dice al oído: “maraca culia” y sigue con normalidad su camino. No logré ver su cara ni mucho menos responderle algo.
Quedé sin la capacidad de expresarme: estaba perpleja; sentía escalofríos y no dejaba de pensar: “¿Por qué hacen esto?, ¿Qué sentirán?, ¿Será para todas de igual forma?”
Tras un rato ya estaba más tranquila. Estaba ahora afuera del Congreso esperando micro para regresar a mi hogar cuando se detiene un colectivo y toca la bocina (no recuerdo la numeración, pero sabía que no era el que necesitaba). El chofer lucía un poco más mayor que yo, bajó el vidrio:
-¿Te llevo?- preguntó
-No gracias, estoy esperando micro – respondí
-Súbete – insistió
-No gracias, voy hacia otro lado –negándome nuevamente
-Tranquila princesa, te llevo nomás, se está poniendo helado-expresó
No respondí nada, me alejé; intenté acercarme a una mujer con su hija; ella estaba atenta a toda la situación, con la esperanza que mostrara algo de empatía, pero se mostró indiferente.