El actor, que se ha destacado en el humor y cuyos mejores años los pasó rodeado de títeres, ha debido sortear una pila de obstáculos con el pasar del tiempo. Sus consecuencias se pueden ver reflejadas hoy en las actitudes que adopta para enfrentar la rutina diaria, y los problemas que esta conlleva.
Por Pía Nicolini Germain
El reloj marca exactamente las 15:38 en el momento en el que aparece. Desde lejos se puede patentar el evidente sobrepeso que acompaña su andar. Mientras apura el paso, hace gestos con su mano y amarra sobre sus hombros el chaleco que acaba de sacarse. El clima favorece a la perfección el estar sentados en la terraza del Kaffeeklatsch de Reñaca. Hay un sol radiante y corre viento, pero de esos agradables, que no alcanzan a despeinar los escasos pelos que quedan sobre su cabeza.
Sonriendo, se sienta, y revelando una profunda voz ronca, potente, pero a la vez tranquilizadora, pide disculpas por el retraso. “Estaba dejando al Benjita en San Martín, este cabro que me hace correr pa’ todos lados”.
Roberto fue padre por primera vez hace 25 años, y a pesar del fracaso matrimonial que tuvo hace catorce, se ha caracterizado por ser un padre presente. Su mujer lo dejó por otro hombre que “tenía más billete”, teniendo así que cumplir el rol de papá y mamá a la vez, procurando que a sus tres hijos nunca les faltara nada. “Que me abandonara era lo lógico, pero también abandonó a nuestros hijos, y eso es más doloroso que la parte económica”.
Se puso los anteojos que traía colgando del cuello de un fino cordel negro, y miró la carta. Mientras recorría con la vista cada una de las opciones entregadas, hacía un ruido constante con su boca. Finalmente, se decidió por un Latte Macchiato y un cheescake de arándanos. Su cara, con marcadas ojeras teñidas de una sombra oscura y las profundas líneas impregnadas en su frente, demuestran el cansancio de lo que significa estar en la fase final de la temporada de su obra “Jodida, pero soy tu madre”. A pesar de eso, su sonrisa no desaparece en ningún momento en el que relata sus historias.
“Me gusta lo que está pasando con este espectáculo, supera todas las expectativas que teníamos al montarlo”. Es que Roberto es un apasionado por el teatro y mucho más por su familia. “Es un homenaje a las abuelas y a las madres que tuvimos los que hoy tenemos cincuenta y tantos años”.
Su cara de felicidad es incuestionable en el momento en el que ve al garzón dejar frente a él su café y trozo de pastel. “Trabajamos en familia, como aprendí de mis nonnos”. Seguramente lo dice en plural porque Luz, su actual pareja, es su brazo derecho al momento de terminar cada obra, y quien peina la peluca que caracteriza y da vida a la octogenaria señora que habla el italiano españolizado.
El actor tiene muy viva la sangre italiana que lo caracteriza, pues sus abuelos llegaron desde Génova a buscar nuevos rumbos a Valparaíso instalando un almacén que tenía salidas a dos calles: “por Serrano compraban los cuicos y por Cochrane los más pobres, porque la gente en esa época no se mezclaba ni interactuaba como ahora”.
Siendo el sexto de siete hermanos, y “sufriendo de bullying” por parte de ellos y de sus primos, sacó el carácter necesario y empezó a hacer incursiones en el teatro profesional cuando aún era estudiante del Colegio Coeducacional de Quilpué. “Tuve maestros verdaderamente entrañables a los que yo creo estaba predestinado, porque fueron determinantes en el desarrollo de mi vocación”. Y es que fueron ellos quienes lo impulsaron a potenciar sus aptitudes, educándolo e incentivando su imaginación en las áreas artísticas. Su profesora de castellano tuvo la ocurrencia de que él hiciera las clases en las unidades de teatro mientras lo calificaba por cómo le enseñaba a sus compañeros. “Me sentía un poderoso”.
Su objetivo es claro: ser el mejor café concertista de Chile. Sabe exactamente cuál es su situación. Es uno de los pocos actores en el país que vive gracias al público que paga sus entradas. No tiene apoyos, ni subvenciones, ni la necesidad de trabajar en otras cosas. Pero esta calma económica no siempre estuvo presente en su vida.
En 1999, un incendio destruyó por completo su restaurante ubicado en Olmué, “El molino de los Nicolini”, perdiendo $200 millones de pesos y obligándolo a despedirse de la tranquila zona para emigrar a Santiago en busca de nuevas oportunidades. Su voz cambia y se pone temblorosa, embargada por la emoción de los recuerdos. “Tuve que vender mis autos, y mi casa”. Al no tener seguro, se vio obligado a entregar tres propiedades que fueron rematadas. “Fue muy duro. Ese restorán lo compré con todo el patrimonio que ahorré cuando me fui de la tele. Aún así, si tuviera que vivir nuevamente, no esquivaría ninguna de las pruebas que tuve que sortear”. Con lo único que se quedó fue con su “destartalado” Volkswagen que, hasta el día de hoy, lo lleva de gira cada vez que sale de la ciudad.
Masticando el último pedazo de su pastelillo y respirando más agitadamente, enciende un cigarro y recuerda sus años de docencia en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde tenía que realizar largos y cansadores viajes desde Santiago para llegar a Viña del Mar, viajes que cada vez se fueron haciendo más difíciles por las giras a regiones que debía realizar. “Me cuesta seguir horarios y ser estructurado, y reconozco que esos años fueron un desastre”, sostiene con una fuerte risotada.
Desde otra mesa reconocen a Roberto y piden sacarse una fotografía con él, al mismo tiempo que le preguntan “qué fue lo que pasó con el fantasma Ble”. Roberto suelta una carcajada y fija la mirada en la pared mientras no deja de sonreír, encogiéndose de hombros y levantando sus cejas mientras bota el excedente de ceniza de su cigarrillo.
Y es que su pasado como el Tío Roberto del programa infantil Pipiripao transmitido por las pantallas de UCVTV, lo marca hasta el día de hoy. Ha sido el único programa que, transmitido desde Valparaíso, alcanzó tan altos puntos de rating. “Llenar con 45 mil personas el Estadio Sausalito, unas 18 veces la Quinta Vergara, es heavy”.
A sus 53 años, afirma que está gozando de una etapa fantástica, procurando jamás mirar para atrás, “porque no cunde”, dando por vivido todo lo soñado, y empecinado en seguir soñando para vivir.
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