Domingo Anaya comenzó su aventura a los ocho años, cuando junto a su mochila, un pequeño cajón, betunes y banquillo tomó un tren desde Antofagasta sin permiso de sus padres. Desde ese momento, dio rienda suelta a sus ansias de libertad, dejando atrás la infancia y tan sólo valiéndose del oficio familiar: el arte de lustrar calzado.
Por Daniela Valenzuela.
“Chumingo”, a sus 59 años de edad, ha dedicado su vida a sacarle brillo a los zapatos de transeúntes de todo Chile. Lleva 3 décadas viviendo en Valparaíso y hace 11 se estableció en la plaza Aníbal Pinto, custodiado por un imponente Neptuno. Desde las 7 de la mañana hasta las 7 de la tarde se le puede observar activo y sociable en compañía de su lustrín verde regalado por el Fosis. “Es mi caja de fondo, ahí están todos los dólares y los euros”, comenta en relación a su principal instrumento de trabajo.
Almuerza a las 3.10 y deja sus pertenencias con una alarma que compró en Iquique la cual en caso de robo dice: “Me están robando, me están robando”. A esa hora va al casino del Cuerpo de Bomberos, que atiende a todo el público. “Después del manggi me da el bajón y pego la media pestañá”, reconoce el antofagastino.
De aspecto delgado, moreno y algo desgastado, con su capa azul oscuro confiesa sonriente que su trabajo es eficiente cuando las damas se pueden maquillar con el reflejo de sus zapatos y los hombres pueden sacarse la comida de los dientes.
Con una sonrisa y tono amigable atiende a sus clientes. Selecciona entre sus 22 escobillas cuál es la correcta según el color, elige entre 15 tintes y pastas, pero antes, agrega un líquido especial creado por él “es una mezcla de agua hervida y alcohol, para evitar que los zapatos se pongan blancos”, cuenta el amable lustrabotas. Luego de aplicar los pigmentos, remata con otra escobilla, para dar inicio al proceso de brillo extremo. Finalmente, la gente paga los 400 pesos, se despide satisfecha, y en ocasiones deja propina.
Durante toda la jornada hay movimiento, aunque es relativo. Pasan por el lustrín unas 30 personas al día. Los clientes llegan, se sientan en la pileta de la plaza a esperar mientras son atendidos leen el diario. La hora de colación es la mejor para el trabajo, la gente debe sacar número del paraguas , bromea don Domingo.
Don Chumi es soltero y no tiene hijos, los cuales considera un dolor de cabeza. Se autodenomina amo y señor de todas las chiquillas, “pero no las de pelo en el pecho”, declara entre risas. “Aquí tengo varias, la Sara del casino de los bomberos, por ejemplo”. Sin embargo, es respetuoso al momento de coquetear con las féminas. No le gusta ir a mirar el mar, porque teme que lo llamen “viejo verde” por andar solo y supuestamente mirándoles las piernas a las niñas.
Su espíritu independiente lo ha hecho migrar toda la vida en solitario, desconfía de los compañeros de viaje. “Siempre he viajado solo, si se anda con algún acompañante, puede ser ladrón, se roba una gallina y los dos reciben la misma pena, los dos son cómplices, y yo jamás he pisado una comisaría”. Cuando tiene un poco de dinero extra le gusta ir en su único día libre, el domingo, al cerro la Campana a reencontrarse con la naturaleza.
Asimismo, este wanderino de corazón insiste en la libertad de acción. “No me gusta que nadie me mande, yo no le he trabajado a ningún patrón, nadie me tiene que decir nada”. Sólo paga religiosamente su permiso municipal de 5700 pesos al mes.
Raulito
Desde pequeño, Domingo se sentía atraído por hacer brillar el calzado. “Mi abuelo me enseñó el oficio, cuando él lustraba zapatos café yo le pasaba pasta negra y mi abuelo me pegaba las medias cachetadas por ensuciarle los zapatos a los clientes”, recuerda con algo de nostalgia. “Y aquí me tiene vivito y coleando, trabajando”, agrega don Chumi refiriéndose a su pasión.
Cuando tenía 9 años lo encontró Raúl Saavedra, recogiendo manzanas podridas de la basura y vagando por las calles de Valparaíso. En ese momento, lo adoptó y crió con sus hijos. Por esta razón lo llaman también Raulito.
Un año y medio después, llegaron sus padres de Antofagasta a buscarlo para llevarlo de regreso. Chumingo al cabo de un tiempo, volvió con su familia porteña. “Nunca me sentí cómodo en mi casa, ni en la de mis tíos”, reconoció Domingo fumándose un cigarro.
Jamás fue al colegio, aprendió a leer y sacar cuentas en la calle. Se resistió a abandonar el apellido de su padre, como también al oficio de su familia antofagastina. A los 12 años dejó a la casa de los Saavedra para emprender su propio vuelo.
La calle, su hogar
“La calle es mi vida, pasé hambre, frío, amargura”, explica el lustrabotas con un tono de resignación. Desde niño vivió libremente, huyó de su casa en tren a los 8 años. Habitó en muchos pueblos de Arica a Punta Arenas, viajó en barco en busca de otros destinos en Chile. Chiloé lo cautivó por su gente y especialmente por el curanto, el que una vez lo dejó durmiendo por casi una semana.
“Tomándole el olfato a la calle, es difícil salir”, por este motivo don Chumi disfruta su día. Juguetea con sus amigos, saluda a los niños, conversa con clientes, comparte cigarros, lee La Cuarta, amablemente da direcciones, acaricia al peludo Colo-Colo y por sobre todo, lustra minuciosamente cada pieza de calzado que tiene a su disposición.
“Aquí soy más peluzón que otro poco, molesto a todo el mundo”. Al escuchar esto, una señora sentada en la pileta grita: “Todo el mundo lo quiere”. Sin duda, Raulito es muy respetado, toda la gente del sector lo conoce y nunca le han robado ni negado el baño de la librería Ivens.
En estos momentos arrienda una casa en el cerro Cordillera. Reconoce no hablar con sus vecinos, ya que la mayor parte del tiempo se encuentra trabajando. Se levanta a las 6 de la mañana y vuelve de noche a ver sus series favoritas del canal TCM, tales como “Bonanza”, “El Viajero”, “La Bella y la Bestia” o “Combate”. También le gusta ver a la “Doctora Pollo”.
Su sueño es regresar a su natal Antofagasta, pero no de visita como cada vez que se toma vacaciones, sino para siempre. Allá, lo esperan sus hermanas y sobrinos-nietos, de quienes se refiere cariñosamente. El único impedimento es el dinero para trasladar su adorado lustrín. Chumingo es apasionado por su trabajo. No pretende descansar ni menos jubilarse, lo cual es imposible, ya que jamás ha cotizado como independiente. “Mientras Dios me de vida y salud, voy a seguir en esto”, enfatiza con orgullo. Mira su reloj, se acerca la hora del manggi.