
Me vi obligada a aprender a usar mi brazo izquierdo. Foto: N.A
Por Solange Pascal.- Viví con las dificultades que conlleva no disponer de mi extremidad derecha. Conocí la frustración de no poder terminar mis tareas, sin tener que pedir ayuda y, a ratos, me sentí inútil. Esto fue un pequeño vistazo a lo que algunas personas viven a diario y una muestra de la poca disposición que también existe entre los chilenos.
Recorría el campus con mi muñeca derecha inmovilizada con un yeso. Junto a Nicole y Sofía recordamos que debíamos ir a buscar unas copias de un libro donde la tía de la fotocopiadora. Como todos durante la mañana, me preguntó qué me había pasado. Simplemente dije que me había caído y asombrada observó mi cabestrillo.
– ¡Niña, pero ¿cómo te caíste?! debió ser grave porque todavía tienes la mano hinchada…dijo, señalando mi dedo gordo… ten más cuidado para la próxima, agregó.
Manteniendo el personaje, asentí con la cabeza. Una vez que salimos del edificio recordé las palabras de la señora. Mi implementación había sido la correcta, tanto que mis dedos parecían efectivamente anormales y me cuestioné seriamente si la había apretado demasiado, a tal punto de que me había causado una lesión. Sin embargo, no había dolor y continué mi camino.
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Desde hace algunos meses me he visto en la obligación de no usar tanto mi brazo derecho por una molestia en mi hombro. A raíz de esta situación surgió la inquietud de qué pasaría si perdiera definitivamente esa extremidad. Suena dramático pero es una realidad para otros, algo que tienen que sobrellevar a diario, con todas sus dificultades.
Una vez que estuve con mi muñeca enyesada, decidí contar que me había caído en unas escaleras de Valparaíso, provocándome una fractura distal, lesión que podía curarse con un yeso.
Temía que la mano se durmiera; que la implementación me cortara la circulación o que esta misma se rompiera durante el día. Sin embargo, nada de eso pasó y logré tener un atisbo de lo sufrido en esas condiciones.
Una dependencia obligatoria
Cuando terminé de inmovilizar mi articulación derecha, comencé a sufrir las consecuencias. Cada noche guardo a mi perro en el patio trasero; le doy comida, su remedio y me voy a tomar onces. Esa vez, sin embargo, no logré cerrar el portón por mis propios medios y tuve que pedir ayuda.
Al no poder utilizar una de nuestras extremidades, especialmente cuando es una de las más recurrentes, nos encontramos frente a la necesidad de reemplazarla. Cuando sentía el vacío de mi brazo derecho, buscaba la forma de ayudarme con otras partes de mi cuerpo, ya sea sosteniendo mi pase escolar en la boca o afirmando la pasta de dientes con mi mentón para destaparla.
Por otro lado, cuando no estaba en casa y cada vez que podía, Nicole me ayudaba a sobrevivir sin morir en el intento. Así me di cuenta de lo dependiente que uno se vuelve en estas situaciones, no solo porque no puedes usar ambas manos, sino porque lo haces todo más lento… más aún cuando el ritmo del mundo es uno completamente diferente.
Me sentía dependiente total. Tenía que pedir ayuda. Me entorpecía en las más mínimas acciones; comer se había vuelto todo un desafío. Lidiar con la frustración de no ser independiente se volvió mucho peor cuando estaba sola en mi casa. En esos momentos, incluso, me planteé abandonar el experimento. Realmente necesitaba de los demás.
La amabilidad puesta a prueba

Las tareas más sencillas se volvieron muy complicadas. Foto por: N.A.
Llegó el momento de tener que usar el transporte público. Temía caerme al ir a la Universidad y provocarme una lesión verdadera, tomando en cuenta que cuando usaba mis dos extremidades tampoco me sentía completamente segura al ir de pie en una micro. Con sólo una mano sería una gran hazaña.
Al subir al bus, me encontré con la dificultad de que no podía pagar mi pasaje y afirmarme al mismo tiempo. Tuve que sentarme en los asientos preferenciales y ahí recién entregarle al chofer mi dinero, de otro modo lo más probable es que hubiese caído al suelo.
Así me di cuenta de la importancia que tienen los primeros puestos, tanto para las personas con discapacidad, como para los miembros de la tercera edad. Pensé en todas las veces en las que he visto gente joven ocupando esos espacios, sin entender lo difícil que es avanzar más allá mientras el bus está avanzando.
Por otro lado, cuando tuve que bajar en el centro y todos los sitios iban ocupados, sólo un joven me preguntó si me daba su silla. Le respondí que no se preocupara. A los segundos después, otro se ofreció a llevarme la mochila y cuando vio mi brazo, simplemente se levantó para que yo me sentara. Ninguna mujer hizo amago de levantarse.
Sin embargo, la situación fue distinta cuando fui a comprar comida rápida. En el Subway de Estación puerto, me entregaron la orden en una bolsa como si mi pedido fuera para llevar y no para servir, debido a las pocas personas que había en el sector. Cuando pregunté por una bandeja me dijeron que no tenían, pero no pude comprobar si era cierto.
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Actualmente, vivimos en un mundo exigente, donde quienes no pueden seguir el ritmo suelen quedarse atrás. Nos cuesta demasiado colocarnos en el lugar del otro. La falta de empatía representa una carencia social y el día en que no tengamos que preguntarnos si debemos ayudar, sabremos que hemos construido un país inclusivo.
No puedo decir que me acostumbré a vivir con cabestrillo, pero jamás olvidaré los sentimientos que me invadieron cada vez que me veía imposibilitada de una acción tan fácil como por ejemplo amarrar mi cabello. Tuve que aceptar que necesitaba ayuda y reconocer que así vive una pequeña parte de la población: siendo insuficientes para sí mismos.
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