Enclavada en los cerros de Valparaíso, la ex–cárcel porteña alberga entre sus muros un sinfín de historias de encierro y dolor. Allí surge Papito, el personaje que Raúl Guzmán, ex-interno del penal, ha encarnado desde que recobró la libertad, tras casi 40 años de vida delictual y 11 de reclusión en el recinto penitenciario del puerto. Ya libre, ahora ésa es su segunda casa y ésta, su historia.
Por Tabatha Guerra.
Las primeras gotas de un anunciado temporal de viento y lluvia comienzan a caer sobre Valparaíso y Raúl Guzmán, Papito, corre a refugiarse a un cuarto de cemento ahora en ruinas de la ex–cárcel de la ciudad. “Esto era la parte del pensionado, de los que estaban por delitos de plata”, explica. Raudo, se escabulle entre los pasillos hasta llegar al sector antiguamente destinado a Gendarmería. Allí lo espera una fogata recién hecha que lo cobijará del frío porteño. En silencio se sienta en un viejo sofá y mira hacia el cerro. “Está triste el día”, dice para nuevamente perder su mirada en las coloridas casas que se divisan en las alturas.
Su comentario no pasa inadvertido entre quienes, como todas las tardes, lo acompañan en este olvidado rincón del ex–penal. Para nadie es desconocido que esos muros, hoy en ruinas, fueron el hogar de aquel personaje porteño. Allí Papito llega diariamente “a matar el rato, porque esto ahora es un espacio de nadie”, explica aludiendo a la polémica clausura del otrora recinto penitenciario, el mismo que sirvió de morada a Papito durante 11 años y que hoy se prepara para ser transformado en un parque cultural de estándares internacionales.
Choro de verdad
“Lo que más he tenido en mi vida ha sido plata, joyas y mujeres. Además de celdas, obvio”, cuenta Papito con un dejo de orgullo en su tono de voz. Y es que este hombre, a pesar de llevar más de dos décadas alejado del mundo delictual, parece no arrepentirse de su pasado como ladrón profesional. “Todos los grandes viajan, un jugador de fútbol, las familias con plata. Yo como buen ladrón también me fui de gira”.
Desde su inicio en el ambiente delictual, a los 11 años, Raúl Guzmán visitó Perú, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Brasil y Argentina, siempre desempeñándose en lo que creyó era su vocación: el dinero fácil. A los 23 años, y después de una condena en Lima, vuelve a Chile convencido de que su fama como delincuente ya era de conocimiento público. “Como venía recién exportado me dieron la ficha de lanza internacional, eso me daba un status de respeto, ahora era choro, choro de verdad”.
Ser el mejor en su oficio fue lo que Raúl Guzmán siempre quiso, aun cuando recalca que, de haber podido, jamás se habría iniciado en el mundo del hampa. “Mi familia era pobre y yo me sentía responsable de ayudar en la casa. Mis hermanos siempre me reprochan eso, me dicen “Raúl, nunca pasamos hambre” y yo les digo “pero qué te vai a acordar si pa’ nosotros el hambre era el común diario”. Me acuerdo de que comíamos pan añejo y que mis hermanos chicos andaban pidiendo por las casas. Eso era hambre”, expresa.
De las celdas a las tablas
La lluvia cae estrepitosamente sobre el techo de zinc que cubre los recovecos de la ex -cárcel y Papito busca más carbón. Con la experticia que sus años de encierro le confirieron sobre el lugar, vertiginosamente atraviesa los antiguos pabellones de los internos hasta llegar a la bodega del recinto. Sobre un estante, una caja de libros titulados simplemente Coa. “Este es mi hijo”, dice mientras hojea un ejemplar. “Partí escribiéndolo aquí en esta cárcel, cuando me di cuenta de que mucha gente que venía de visita no entendía lo que decíamos. Así empezó mi vida como escritor, con el coa, la famosa jerga de los delincuentes”.
Fue esto lo que inició su proceso de rehabilitación y reinserción a la sociedad. Después vinieron los talleres literarios con Mauricio Redolés y, más tarde, los de teatro. Fue entonces cuando Papito descubrió que su vocación no era el dinero fácil. “Miriam Espinoza llegó en el ‘97 a hacer un curso de teatro y ahí me di cuenta que eso era lo mío”. Nunca más dejó de actuar. “Después de que salí me profesionalicé. Primero partí en una obra que se llamaba La Macha hasta que después monté una que yo mismo había escrito y no paré nunca más”, explica con orgullo mientras los últimos claros de luz se esconden tras la bahía del puerto de Valparaíso.
Repentinamente las luces de las casas se encienden y, con el carbón a cuestas, Papito camina por su ex–cárcel rumbo a la fogata. Esta vez elige otro camino. Con su ropa húmeda, Raúl Guzmán llega hasta un anfiteatro al aire libre, con su escenario visiblemente calcinado. En las paredes se divisan afiches roídos, uno de ellos con su cara. “Ésta era mi sala de teatro, que me quemaron, de eso estoy seguro”. Y continúa: “En la prensa salió que fue un accidente, pero yo sé que fueron los pájaros, que era un grupo de gente que vivía aquí y que de pura envidia dejó esto en escombros”.
Cierto o no, las gotas que se escabullen por las canaletas del antiguo penal parecen validar la versión de Papito, dejando al descubierto la verdadera cara del recinto. Lo que antes era un centro artístico abierto a la comunidad, hoy sólo alberga recuerdos que la lluvia destiñe en el mismo momento que humedece la tierra del patio y las paredes carcomidas de los antiguos corredores, esos mismos que tan bien conoce Papito.
“Estoy tan desilusionado de la cultura”, señala mientras arroja los últimos trozos de carbón a la lumbre. “Quiero hacer otras cosas, tengo ganas de ponerme con un carro cultural que dé la programación turística de Valparaíso y en donde además pueda relatar mis vivencias”. Justamente es ése el objetivo principal en su nueva vida; transmitir la verdadera tradición de la cárcel desde las tablas. “Yo quiero que la gente que ve mis obras sepa qué es estar preso, sin el morbo que todos se imaginan. De repente todo el mundo piensa ‘ah, qué pulento ser choro’, pero de pulento no tiene nada”.
Eso es lo que Raúl pretende narrar en su nueva obra, “El sueño de un preso que quiso ser bailarín”, a estrenarse en enero del próximo año. A través del monólogo de un reo, interpretado por Guzmán, la historia se adentra en las frustraciones de un hombre que anhelaba ser artista pero que, por falta de oportunidades, se inició en el mundo delictual. Tal como la vida de su autor.
Las horas pasan. El carbón se consume y el guardia de la ex-cárcel de Valparaíso se acerca a la fogata para indicar que ya es hora del cierre. Papito apaga los últimos fuegos. Con nostalgia recorre una vez más los pasillos, pero sabe que es tarde y que de recuerdos no se vive. En su casa le esperan los borradores de su nuevo trabajo, pronto a ser terminado.
Cubriéndose con una hoja de periódico que encontró en el patio, Raúl Guzmán se aleja por el corredor del que a todas luces, es su segundo hogar. La lluvia sigue cayendo y mañana un radiante sol iluminará la bahía. “Siempre pasa lo mismo”, dice Papito cerrando el portón de la entrada, “no sólo con el clima, en toda la vida. Yo fui niño y tuve sueños, desilusiones, estuve preso y lo pasé mal. Pero aquí estoy, más feliz que nunca. Siempre va a pasar, siempre después de la tormenta sale el sol”.
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