Por Nicole Arias
En Chile hay más celulares que personas. Pensar la vida sin estar conectado es prácticamente imposible. Por eso decidí estar siete días alejada de mi Smartphone y de todo tipo de redes sociales para descubrir si es posible prescindir de ambas. Lo que me esperaba no fue fácil.
Difícil pero no imposible
Nunca dimensioné cuánto uso mi teléfono hasta la mañana de mi primer día sin él. Mi madre cumplió la tarea de ser mi despertador, lo que no sucedía desde que iba al colegio.
Todo transcurrió sin tantos problemas, excepto por cada vez que alargué mi mano al velador para tomar algo que no estaba ahí. En esos momentos me sentía como tonta. A pesar de eso, tenía esperanzas de que no sería tan complicado. Lo peor era estar sola o desocupada. Ahí era consciente de mi pérdida.
Ir a bañarme sin mi celular para escuchar música me desconcertó. Ya no estaban los artistas con sus voces melodiosas. Solo yo haciendo el intento de cantar para llenar el vacío que me dejó no poder utilizar YouTube, lo que no benefició los tímpanos de mis vecinos.
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Antes de iniciar mi odisea, realicé los avisos correspondientes solo a la gente más cercana.
Les envié mi número de casa, que al parecer todos desconocían, y me preparé para desprenderme de mi segundo cerebro.
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Ariel, mi mejor amigo, fue el primero en inaugurar la línea fija de mi hogar. Cuando comenzó a bombardearme de preguntas decidí que el resto no debía saber el fin de mi experimento. Le dije que un experto había visitado mi universidad para hablarnos sobre la nomofobia: la adicción de estar constantemente conectados a través del celular.
La historia no era descabellada tomando en cuenta que, según un estudio realizado por Adimark en el 2016, un 64% de los hombres encuestados consideró a su Smartphone como un elemento prioritario en su vida. En el caso de las mujeres, la cifra se elevó a un 76%.
Yo no podría. Si hay algo de lo que admito ser adicto es a mi teléfono. Preferiría que me mataran antes de que me lo quiten señaló mi amigo sin darle importancia a sus palabras.
¿Alguna vez has estado sin él?
Un día que se me quedó en la casa. Fue en tercero medio. Cuando lo recuperé no dormí hasta que terminé de ver todas mis notificaciones.
Luego de cortar la llamada decidí ir a descansar. El desafío seguiría los próximos días donde mi rutina universitaria sería la encargada de ponerme a prueba.
Frustración
Mi tío Fernando era alcohólico. Cada vez que sufría una recaída, mi mamá identificaba en él dos síntomas al retomar la abstinencia: ansiedad e irritabilidad. Nada muy distinto a lo que llegué a sentir.
Los días se resumieron en una constante incertidumbre. La fecha y la hora eran un enigma que debía descifrar tras una exhaustiva investigación con mis pares. Mis momentos a solas giraban en torno a actividades que no podía hacer sin celular. Me era imposible escuchar música, saber de un amigo e incluso ver las noticias en el trayecto del metro. Todo se volvió un impedimento.
Cuando hablaba con algún conocido, el tema principal era si había visto el último meme de Facebook, la foto que subió alguna celebridad a Instagram, o si supe del correo que envió el profesor sobre la clase.
No estaba al tanto de nada. Me sentí marginada de toda conversación. La situación terminó por frustrarme al punto de querer mi teléfono de vuelta. Pero no lo obtuve. Aún quedaba semana.
Un problema para el resto
Dos compañeras de clase, Solange y Sofía, también sabían el motivo de mi experimento. Con ellas nos vemos casi todos los días, pero cuando supieron de mi autoexilio de la tecnología, una de ellas me sorprendió con un “te extrañaré”. Aunque desconcertante, fue lo más amable que oí. La gente parecía más estresada que yo con la situación.
Mi madre fue la más afectada. No tenía forma de saber si llegaba bien a la universidad. Terminaba regañándome cuando me veía entrar por la puerta por haber elegido un tema tan poco conveniente para reportear.
Todo empeoró el día sábado. Era mi cumpleaños y nadie se podía comunicar conmigo. El teléfono de mi casa no paró de sonar toda la tarde y cada vez que contestaba, saltaban los reclamos.
El dilema siguió. Mis amigos habían organizado una fiesta en mi honor y no sabíamos el lugar ni la hora en la que nos reuniríamos. Al final confié en mis instintos y logré llegar intentando obviar todas las quejas en torno a mi desconexión.
Momentos de necesidad
El lunes iba a una clase sin saber nada de actualidad. Para una estudiante de periodismo eso es un gran dilema, así que recurrí a medidas desesperadas: compré el diario camino a la universidad.
El lado negativo fue que solo me alcanzó para Las últimas noticias. Lo bueno es que venía con un ejemplar gratis de La hora, un periódico que por lo menos no tenía a Carla Jara en portada.
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De vuelta a mi casa, tres hombres decidieron que gritarme y silbarme era divertido. Mi primer pensamiento fue llamar a alguien. Aunque no pudiera hacer mucho por mí, por lo menos sabría que estaba en peligro. Pero ya no podía usar esa estrategia. Fue el momento en donde más necesité mi celular.
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Mi semana terminó con gente agradeciéndome por haber vuelto al siglo XXI, más de 100 notificaciones y la sensación de estar protegida contra el acoso callejero. Si algo evidencié es que es difícil no estar conectada cuando incluso el resto te lo pide. Las tecnologías llegaron para quedarse e hicieron nuestra dependencia a ellas algo inevitable.
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