Por Paola Toledo López.- Esteban Peña entró al mundo del transformismo hace más de diez años. Su carrera ha sido interrumpida dos veces por estadías en la cárcel. Hoy continúa sus noches bajo el brillo de las luces.
Las noches en el Puerto dan para mucho. Alcohol, delincuencia, desenfreno, incluso prostitución. La ciudad se cubre con un manto de misterio y la sensación de que algo podría pasar. Los locales de calle Chacabuco dejan caer sus cortinas para convertir al lugar en vitrina del oficio más antiguo del mundo. Hombres y mujeres ofrecen sus servicios. Las riñas con clientes no se hacen esperar y los líos de faldas o dinero son pan de cada día. Es aquí donde Samantha Darling cayó presa por primera vez.
Las luces de la discoteque bajan. Solo un brillo tenue permite ver el humo de las máquinas dirigidas al escenario. Desde el fondo, emerge una figura alta, de espalda ancha y cintura contenida que avanza siguiendo los aplausos de la audiencia. Las luces se encienden y ella está allí. Un vestido largo y una peluca frondosa enmarcan la imagen de Samantha Darling. Comienza a sonar la canción Enamorada y Herida de Marisela y con ella la función.
La gente corea las estrofas mientras ella hace lip sync con el mismo sentimiento que entrega quien canta de verdad. Sus presentaciones se apegan a lo más tradicional del transformismo chileno. Alejándose de la música electrónica y apegándose a baladas clásicas, cantadas por mujeres de voces poderosas como Amanda Miguel o Alejandra Guzmán. Este tipo de espectáculo funciona muy bien en un after como el del Bar No Se, que empieza a las cuatro de la mañana cuando todos están pasados de copas y dispuestos a cantar lo que sea.
Samantha no es una mujer pequeña e indefensa. Su metro ochenta podría intimidar a muchos. Posee unas piernas larguísimas y una mandíbula angulosa. Sus caderas son pronunciadas y siempre luce vestidos largos y brillantes.
Esteban por su parte, comparte ese metro ochenta. Para ser hombre, esa altura no es tan llamativa. Su espalda no resulta tan ancha y sus gestos femeninos no dudan en aflorar. Ambos comparten el lenguaje y la manera de hablar. Los garabatos y la entonación pícara los vuelve uno.
Esteban Peña Adasme nace el 27 de octubre de 1979 en Valparaíso. Criado en una familia tradicional, hijo de un trabajador municipal y una profesora. Tiene una hermana mayor y dos menores.
Desde muy temprana edad comenzó a mostrar sus intereses y personalidad. “De chiquitito que le gusta vestirse de mujer” relata alegre Noemi Mimi Peña, su hermana. “Se ponía la ropa de la mamá y saltaba por la casa hasta que le llegaba el reto cuando lo pillaban”. Cuando creció y transformó ese juego infantil en una profesión, sus padres lograron aceptarlo.
La primera vez que fue condenado a prisión, todos sus amigos y familiares fueron a visitarlo y brindar su apoyo. “Por suerte mi mami ya no estaba acá pa’ ver la cagaita que me mandé”, reflexiona Esteban. Samantha fue detenida luego de robar las pertenencias de un cliente cuando ejercía la prostitución en las calles de Valparaíso. El hombre enfureció y mientras golpeaba a la transformista llegó una patrulla de carabineros y se los llevaron a los dos. Sólo Samantha terminó tras las rejas y los papeles de Esteban quedaron manchados.
Su madre murió dos años antes, el 24 de diciembre de 2004. Perdió la batalla contra un cáncer de colon que la venía apagando desde hacía años. Esta tragedia fue devastadora y significó una separación en el grupo familiar. La hermana menor de Esteban, Kassandra, fue a vivir con Noemi y él fue a perseguir los vicios de la noche. “Al principio se quedó con nosotros, pero después era más fácil andar carreteando y hueviando en la noche”, recuerda Mimi con mirada nostálgica.
Para la segunda vez que fue detenido, el delito era el mismo. Solo cambió el lugar. Calle Arlegui en Viña del Mar le abrió las puertas para realizar sus andanzas. En esta oportunidad, los amigos llegaban cada vez menos. Esto lo llevó a conseguir nuevos aliados dentro de la cárcel. Otra transformista lo apadrinó y lo ayudó para vivir con comodidades. “Tenía tele, internet, pito, de todo. Hasta silicona me inyecté. Adentro me hice los labios y el poto”, cuenta Esteban mientras se da una nalgada.
Hace poco volvió a vivir con su padre. El tiempo ha logrado sanar las heridas del pasado y consiguió unir a la familia una vez más. “Yo cambié. Ya no necesito más atados. Ni con los pacos, ni con la gente, ni con nadie”, asegura Esteban. Por estos días planea estudiar cocina y combinar esa pasión con los escenarios, esta vez alejando a Samantha de la calle.